Cuando tenía apenas cinco años, sufrí una caída desde el segundo piso de la casa de mis padres.
Iba siguiendo a mi mamá para ayudarla a tender la ropa, pero tropecé en un escalón, y me precipité al vacío.
Recuerdo el golpe seco de mi cabeza contra el suelo... seguido de los gritos desesperados de mi madre y mi hermana mayor, llamándome por mi nombre.
En ese instante, vi algo extraño. Me vi a mí misma, tendida en el suelo. Mi cuerpo estaba inmóvil, pero yo me sentía consciente.
Lo siguiente que vi fue un largo túnel, oscuro y silencioso. Caminé por él durante mucho tiempo, hasta llegar a un lugar hermoso, lleno de árboles altos, pastos verdes, y aves cantando dulcemente.
Allí apareció una niña con una pelota roja, que me la lanzó con una sonrisa. Jugamos juntas, sin palabras de por medio, pero riéndonos todo el tiempo.
No sé cuánto tiempo estuve ahí, pero de pronto, todo comenzó a cambiar. Escuché una voz lejana que me decía:
—Bienvenida otra vez... estuviste ausente unos minutos. Aquella voz era la del médico del hospital, en donde desperté.
Con los años, mi vida tomó un rumbo insospechado. Desde el año 2000, trabajo en un cementerio privado, y fue allí donde volví a ver a la niña de la pelota roja.
Vestía como si viniera de otra época, con un jumper azul marino, calcetas blancas con hoyitos, zapatos de charol negro y rizos perfectamente formados. Desde entonces, me sigue a cada lugar al que voy.
La he visto en la casa de mis suegros, en los baños públicos de la carretera, incluso en la casa de mis padres.
A veces viste diferente, pero siempre está sola.
¡Fin!
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