Cuando me mudé al edificio donde vivo actualmente, la anciana del primer piso, quien administra el lugar, me dijo algo extraño al entregarme las llaves:
—Jamás subas al cuarto piso, está deshabitado, pero a veces parece que no lo está.
Pensé que solo era una advertencia extraña de una mujer mayor, o quizá una broma.
Esa misma noche, mientras organizaba mis cosas, escuché pasos en el piso de arriba. No eran uno o dos, sino muchísimos, como si alguien descalzo girara en círculos. El ruido era tan fuerte, que decidí subir a pedir que se calmaran un poco.
Cuando llegué, la puerta estaba entreabierta, pero todo estaba a oscuras y sin electricidad.
Al mirar dentro, vi que las paredes estaban cubiertas de garabatos hechos con lo que parecía sangre seca, y en el piso había una muñeca sin cabeza. De pronto, comencé a sentir mucho miedo, y supe que debía irme de allí.
Justo cuando me disponía a correr, una voz suave se oyó detrás de mí:
—Gracias por venir a jugar.
Inmediatamente, sentí que una mano fría me tocó el hombro. Giré bruscamente… pero no había nadie.
Corrí escaleras abajo, temblando, y me encerré en mi departamento, al borde del llanto. No pegué los ojos en toda la noche, reviviendo cada instante de ese encuentro.
Aún vivo en ese edificio, pero nunca he vuelto a subir al cuarto piso.
¡Fin!
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