Durante el verano del 2002, viajaba con mi familia por la carretera rumbo a Teziutlán. La noche nos sorprendió en medio del trayecto, y una espesa niebla comenzó a cubrirlo todo. Apenas podíamos ver a más de quince metros.
La neblina era tan densa, que parecía un muro blanco frente al coche. Eran casi las dos de la madrugada, y Mi esposa dormía plácidamente, al igual que mis hijos. Yo, aunque cansado, me mantenía alerta gracias a la música que sonaba en la radio.
Al aproximarme a una curva muy cerrada, reduje la velocidad para tomarla con cuidado. Justo en ese momento, una silueta emergió de entre la neblina, caminando directo hacia el vehículo. Instintivamente, giré el volante bruscamente para evitar atropellarla.
Detuve el coche con rapidez, molesto por la imprudencia de esa persona. Pero al mirar con más atención, sentí cómo el corazón se me detenía. No era un ser humano normal... era un cuerpo sin cabeza, caminando por el centro de la carretera como si nada.
Me persigné y pisé el acelerador, alejándome lo más rápido posible de aquel lugar, intentando no despertar a mi esposa para no asustarla con lo sucedido. Al llegar finalmente a Teziutlán, me dirigí directo al hotel. Solo quería descansar y olvidar lo ocurrido.
Hasta el día de hoy, esa imagen sigue grabada en mi mente. Es una experiencia espeluznante que no le deseo a nadie.
¡Fin!
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