Recuerdo que cuando tenía 8 años, y me quedaba solo en casa, siempre sentía que algo me observaba. Era como si una presencia invisible se escondiera en cada rincón, observándome en silencio. A veces, incluso me costaba concentrarme en mis cosas, porque esa sensación era abrumadora.
Un día, mientras caminaba por el corredor que conectaba las habitaciones, una sombra extraña apareció de repente. Era alta, difusa, y parecía emerger de la nada. El susto fue tan repentino, que mi corazón empezó a latir de manera extremadamente rápida.
Esa experiencia no fue un evento aislado, se repitió otras tres veces más, en distintos momentos, pero siempre con la misma intensidad que la primera vez. Desde entonces, comencé a sentir que no estaba solo. Esa cosa me observaba, me acechaba, como si disfrutara verme aterrado.
Recordé entonces, una vieja leyenda que decían los mayores: los niños tienen la capacidad de ver cosas sobrenaturales, cosas que los adultos no pueden percibir. No sé qué era esa sombra, o quién podría ser, pero algo dentro de mí me decía, que no estaba ahí por casualidad.
¡Fin!
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