En el jardín de la casa de mis abuelos, crecía un imponente árbol de higo que siempre llamaba la atención. Desde que era muy pequeño, alrededor de los cuatro o cinco años, pasaba las tardes jugando bajo su sombra, con un niño llamado Isaac. Él decía ser el nieto del vecino, y juntos compartíamos risas y aventuras, siempre durante el mismo horario.
Todas las tardes, entre las cinco y las seis y media, el mundo parecía detenerse, mientras nos entreteníamos con nuestros juegos cerca del árbol de higo. Sin falta, al caer la tarde, mi abuela me llamaba para tomar la merienda, marcando así el final de nuestros juegos y aventuras con Isaac.
Un día, mientras mis abuelos organizaban los preparativos para mi cumpleaños, le pedí a mi abuela que invitaran a Isaac, el nieto del vecino, para que estuviera conmigo en la celebración. Su reacción me desconcertó; se quedó mirándome, y una expresión de asombro mezclado con temor se dibujó en su rostro.
Con un tono que parecía querer evitar el tema, me explicó que eso no era posible, porque el vecino no tenía nietos. Me contó que tanto su hijo como su nieto, habían perdido la vida en un accidente hace más de 10 años.
No podía aceptarlo, y con toda la insistencia que un niño puede tener, le repetí que Isaac era real, que jugábamos juntos todos los días bajo el árbol de higo. Sin embargo, la mirada de mi abuela, me dejó claro que había algo más, algo que no estaba dispuesta a decirme.
Con el tiempo, dejamos la casa de mis abuelos, y nos mudamos a otro lugar. Nunca volví a ver a Isaac. Aunque conservo bonitos recuerdos de nuestras tardes de juego, cada vez que pienso en su sonrisa o en la extraña conversación con mi abuela, un escalofrío recorre mi cuerpo.
¡Fin!
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