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La Presencia Maligna en Nicaragua

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En una noche sofocante en Nicaragua, cuando yo era solo una niña de 8 años, viví un horror que aún me acecha en mi mente. La oscuridad envolvía nuestra casa, y solo unas pocas velas parpadeaban débilmente. Mi hermano menor, mi madre y yo estábamos solos esa noche, abandonados a nuestra suerte en medio de la oscuridad opresiva.

Mi madre había salido con su amiga a una fiesta de un vecino, dejándome a cargo del bebé de esta última, un pequeño vulnerable que no podía hablar ni entender el terror que se avecinaba. Nos encontrábamos en la sala, rodeados por el silencio sepulcral que solo se ve interrumpido por los sollozos del bebé y el crujir de las velas.

El calor era insoportable, como si el mismo infierno se hubiera desatado sobre nuestra casa. Abrí la ventana en un intento desesperado por encontrar algo de alivio, pero en lugar de la brisa fresca que esperaba, encontré algo mucho más siniestro. Una presencia maligna se deslizaba entre las sombras, una figura femenina vestida de blanco, con cabello largo y enmarañado que se mecía con la brisa invisible.

La figura avanzaba hacia nosotros con una lentitud espeluznante, como si disfrutara alimentándose de nuestro miedo. El bebé lloraba con más fuerza, como si pudiera sentir la presencia malévola que se acercaba. Mi corazón latía con fuerza, y un frío helado se apoderó de mis entrañas mientras observaba impotente cómo la figura se acercaba cada vez más.

Sus ojos vacíos y sin vida parecían perforar mi alma, llenándome de un terror indescriptible. Cuando extendió sus brazos huesudos hacia el bebé, un grito desgarrador se escapó de mi garganta, resonando en la casa como un eco de la muerte. Mis gritos atrajeron a los vecinos, que irrumpieron en la casa en un intento desesperado por salvarnos del mal que nos acechaba.

Pero cuando la luz de las linternas inundó la habitación, la figura había desaparecido, como si nunca hubiera estado allí. Solo quedó el eco de mis gritos y el temblor de mi cuerpo, marcados por el encuentro con lo desconocido.

Nunca más volví a ver a esa mujer, pero su presencia fantasmal sigue atormentándome, como una sombra que se aferra a mi mente. Aunque han pasado décadas desde aquel incidente, el recuerdo de aquella noche nunca se desvanecerá. Siempre me pregunto qué habría sucedido si mi madre no hubiera regresado a tiempo. No permití que se llevara al bebé, yo de solo 8 años, y ahora tengo 45.

¡Fin!

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