En las entrañas de un bosque, envuelto en una perpetua niebla, se erguía el vetusto sanatorio psiquiátrico La Esperanza. Antiguamente era una luz de esperanza para los afligidos de la mente, ahora era un vestigio del pasado, corroído por el abandono y el olvido. Sus muros de piedra crujían bajo el peso del tiempo y la desolación, mientras sus ventanas rotas, como ojos vacíos, observaban el mundo con una desolación que calaba hasta los huesos de quienes osaban acercarse.
En una noche lluviosa, un grupo de jóvenes de emociones fuertes, decidió desafiar las leyendas, que se contaba entre los lugareños sobre La Esperanza. Intrigados por las historias de almas en pena y lamentos espectrales, se adentraron en los pasillos lúgubres de aquel sanatorio abandonado. Entre ellos se encontraba Ariel, un joven intrépido y temerario, quien lideraba la expedición. A su lado estaba su amiga inseparable, Susana, cuya curiosidad la empujaba más allá de sus miedos.
A medida que recorrían los pasillos húmedos, una sensación de pesadumbre se apoderó de ellos, como si las paredes mismas estuvieran impregnadas del dolor y el miedo de aquellos que habían sido encerrados allí. Los gritos lejanos resonaban en la oscuridad, apenas perceptibles, pero lo suficientemente reales como para hacer que la piel de los exploradores se erizara.
Ariel se detuvo ante una puerta que apenas se mantenía cerrada, y un súbito escalofrío le recorrió la espalda cuando su linterna iluminó la inscripción Celda 13. Con el corazón palpitante, empujaron la puerta y se adentraron en la neblina claustrofóbica de la celda. Lo que encontraron dentro les heló la sangre.
En un rincón, sobre una camilla oxidada, yacía un hombre demacrado, encadenado, con la mirada perdida en la nada. Su piel era pálida y gastada, como si el tiempo lo hubiera olvidado. La celda en ruinas apenas tenía paredes, y la desolación del exterior se colaba a través de las grietas, iluminada por la pálida luz de la luna. Al sentir su presencia, el hombre se incorporó y dejó caer las cadenas oxidadas, revelando a los intrusos que estaba libre.
Solo entonces pudieron distinguir su rostro cadavérico, casi una calavera cubierta por una piel gastada. Un escalofrío recorrió el cuerpo de Ariel, Susana y los demás jóvenes, al reconocer en aquel espectro al Carnicero de la Carretera, un monstruo que saciaba su sed de sangre con una ferocidad inhumana.
Pero antes de que pudieran reaccionar, una risa escalofriante resonó en la oscuridad, y otra sombra se materializó detrás de ellos. Su presencia amenazadora les impedía huir por la puerta que habían abierto. Aquel que les cerraba el paso era un sujeto corpulento, con una mirada desquiciada y una sonrisa macabra en su rostro desdentado.
Bienvenidos a mi morada, exclamó con voz ronca y maniática. Aquí, encuentran su refugio las almas perdidas y los condenados su destino.
Un terror indescriptible se apoderó de los jóvenes. Convencidos de que habían caído en una trampa. El guardián del sanatorio era en realidad el cómplice del Carnicero de la Carretera, un ser despiadado como su compañero.
En medio de la penumbra y el caos, una lucha desesperada por la supervivencia se desató. Ariel, Susana y los demás jóvenes combatían con fiereza contra las garras de la locura que los rodeaba. En el corazón de aquel sanatorio abandonado, el destino de los jóvenes exploradores pendía de un hilo.
Mientras la oscuridad se extendía, el Carnicero esperaba pacientemente en las sombras. Y cuando la noche finalmente se aproximaba a su fin, el viejo sanatorio reclamaría de nuevo almas perdidas para saciar su hambre insaciable de terror y desesperación.
¡Fin!
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