En una oscura noche, mi tío Manuel se despidió de su novia y se aventuró solo por el solitario camino de regreso a casa. A pesar de la sugerencia de quedarse, decidió ignorar sus presentimientos y partir como de costumbre.
El sendero era largo y solitario, especialmente porque vivía a varios kilómetros del pueblo. Esa noche, algo se sentía diferente en el aire, una opresión invisible que le erizaba la piel y le causaba inquietud.
A medida que se alejaba, la oscuridad se intensificaba y una brisa súbita lo hizo detenerse. Una luz distante se acercaba lentamente, una procesión de figuras encapuchadas avanzaba con paso silencioso.
El terror lo invadió al darse cuenta de que las figuras no eran completamente humanas. Cada una llevaba una vela que irradiaba una luz pálida y enfermiza. Intentó saludar, pero el silencio reinaba entre ellas.
Cuando una figura giró hacia él, sin revelar su rostro, la certeza de que algo sobrenatural estaba ocurriendo lo paralizó. Incluso después de que la procesión pasó, la sensación de irrealidad persistió.
Al llegar a casa, con fiebre y temblando, intentó contar lo que había visto a mi bisabuela, pero ella negó vehementemente cualquier conocimiento sobre una procesión nocturna. Desde entonces, las noches se convirtieron en un espectro oscuro de terror y suspenso.
Se dice que esa procesión es una manifestación de los muertos, una visión de ultratumba. Las velas que llevan en realidad son huesos de cementerio, un recordatorio macabro de su verdadero origen.
¡Fin!
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