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La casa del miedo eterno

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Desde pequeña, la casona familiar me infundía un escalofrío inexplicable. No era la típica casa embrujada con apariciones y cadenas oxidadas, pero algo en su atmósfera me inquietaba. Mis padres lo achacaban a mi imaginación, pues la casa, aunque antigua, no tenía nada fuera de lo común.

Sin embargo, para mí era un lugar lúgubre y solitario. Las habitaciones, inmensas y dispersas, me hacían sentir aislada del mundo. Mi hermano, con sus macabras bromas de fantasmas y vampiros, no ayudaba a calmar mi temor. Nuestras peleas eran constantes.

La confirmación de mis presagios llegó un sábado gris y lluvioso. Debía ir a la tienda por unas cosas y, para llegar a mi habitación por el chubasquero, tenía que atravesar el pasillo más largo de la casa, un lugar que incluso mi madre consideraba siniestro.

Suspiré y, armada de valor, decidí ignorar mis miedos. No podía permitir que las burlas de mis compañeros y la amenaza de un psicólogo me dominaran. Caminé resuelta por el pasillo, hasta que mis pies se hundieron en algo húmedo y rojo. Un escalofrío me recorrió al ver que era sangre.

Alcé la vista, aterrada, y distinguí una silueta al final del sombrío corredor. La penumbra impedía discernir su género, pero era evidente que se trataba de un niño. Un lamento fantasmal brotó de la figura infantil, inhumana que parecía flotar, con los pies a escasos centímetros del suelo y su vestimenta blanca manchada de sangre.

Algunos podrían pensar que presencié el cuerpo de un niño asesinado por un fantasma. No fue así. La criatura misma parecía herida. Muy aterrada, perdí el conocimiento aquel día.

Meses después, la casa fue vendida. Yo nunca volví a ser la misma. Comparto esta historia porque creo que lo sobrenatural existe, y que quienes creemos en ello no siempre estamos locos.

¡Fin!

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