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La Mancha Negra

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La familia de Enzo no podía creer la inesperada visita de su hijo. Desde que se había mudado solo, las reuniones eran cada vez más escasas. La noticia de una estadía prolongada los llenó de alegría, aunque la ausencia de equipaje y ropa despertó cierta inquietud. Sin embargo, lo recibieron con los brazos abiertos.

Con el paso de los días, una sombra de preocupación se cernía sobre ellos. Enzo había cambiado drásticamente. Su aspecto desmejorado, su desgano por la comida y el sueño, y su constante encierro en una habitación, eran señales inequívocas de un tormento interior. Sus hermanos, desesperados por comprender su angustia, le suplicaban una explicación, pero él solo se quedaba en silencio y con un nervioso mordisqueo de uñas.

Decididos a desentrañar el misterio que atormentaba a su hermano, dos de ellos se dirigieron a su apartamento en busca de alguna pista. Al abrir la puerta, un panorama desolador los invadió. Muebles amontonados en las esquinas, paredes cubiertas de manchas negras que asemejaban moho, y un hedor nauseabundo que impregnaba cada rincón, los obligaron a salir precipitadamente.

De regreso a casa, confrontaron a Enzo con lo que habían presenciado. Con voz temblorosa, Enzo narró la escalofriante historia que lo atormentaba. Todo comenzó con ruidos provenientes del apartamento superior. Una pequeña mancha en la esquina de su habitación marcó el inicio de su horror. Un día, mientras se afeitaba, observó en el espejo cómo la mancha se expandía a una velocidad aterradora. Al voltear, una imagen que jamás olvidaría lo petrificó: el pálido rostro de una joven emergiendo de la negrura, con una expresión de dolor y sufrimiento indescriptibles. Sus ojos vacíos, carentes de luz, solo transmitían una profunda oscuridad.

Aunque la presencia fantasmal solo se manifestaba en el reflejo del espejo, Enzo la sentía cerca, posada sobre su cama. El fétido olor que impregnaba su hogar era un constante recordatorio de su presencia. No tuvo el valor de enfrentar a la entidad ni de convivir con ella. Sin pensarlo dos veces, abandonó su apartamento, jurando jamás regresar.

Lo que Enzo ignoraba era que su huida era la mejor noticia para su vecino del piso superior, el responsable de la tragedia. Un asesino despiadado que disfrutaba ahogando jóvenes en su bañera. La lista de víctimas era extensa, y el dolor de sus almas, que no podía escapar por las tuberías, se manifestaba en las paredes de los vecinos, forzándolos a huir sin prestar atención a su sufrimiento. Las jóvenes se convertían en simples manchas en el muro, un silencioso recordatorio de la crueldad que habitaba en el edificio.

¡Fin!

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