Era un frío amanecer de noviembre de 2004. Nos encontrábamos en la modesta barra de la cocina, mi hija y yo, disfrutando de un raro momento de calma. Hacía años que no la veía, desde que un carismático estafador, que se autodenominaba mensajero del amor y la paz, la había seducido con sus palabras, llevándola a una secta y alejándola de mí. Afortunadamente, logró escapar de esa comunidad lejana, aunque los detalles de esa huida los guardaré para otro momento.
Mientras hablábamos, ella me regalaba su sonrisa, esa luz radiante que siempre había sido mi faro de esperanza. Sin embargo, nuestro momento de tranquilidad se vio abruptamente interrumpido por el estridente timbre del teléfono fijo en la pared. Con su sonrisa aún en su rostro, se levantó para contestar. Aló, dijo con dulzura. Pero a medida que la conversación avanzaba, su expresión cambiaba; su rostro se endurecía, adquiriendo una rigidez cadavérica, como si cada palabra absorbiera la vida de su ser.
Colgó el teléfono lentamente, más como una máquina que como un ser humano, y sin decir palabra, se dirigió a su habitación, cerrando la puerta con un golpe seco y asegurándola. La seguí, preocupado, preguntando sin cesar, pero solo el silencio respondía. Decidido, forcé la entrada y lo que vi me heló la sangre: mi hija yacía en el suelo, convulsionando, con los ojos completamente negros y una expresión demoníaca distorsionando su rostro. Tras un eterno minuto, el caos dio paso a la calma.
Desesperado por respuestas, me apresuré a revisar el identificador de llamadas. Marqué el número registrado y esperé, pero en lugar de una voz humana, solo recibí una respiración pesada y un gruñido apenas audible al otro lado de la línea.
No tuve más remedio que buscar ayuda espiritual. Aunque el cura intentó varios exorcismos, afirmó que sin conocer las palabras exactas pronunciadas durante esa llamada, poco podía hacer. Cuando le preguntamos a mi hija, solo pudo murmurar: No puedo decirlo, pero el mero pensamiento me aterra. Él es quien me ha hecho esto, una entidad que no pertenece a este mundo.
¡Fin!
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