Siempre he creído que trabajar en un cementerio, te insensibiliza ante los miedos cotidianos. Sin embargo, hay noches como la de hoy que te hacen dudar de esa idea. La luna llena bañaba las tumbas con su luz, proyectando sombras que se movían entre los árboles. Yo, como vigilante de este lugar tranquilo, estaba realizando mi ronda habitual, cuando vi a dos niñas, corriendo y jugando entre las tumbas.
La escena era desconcertante, dos pequeñas figuras riendo y correteando a esa hora. Me acerqué con la intención de advertirles que no era un lugar seguro, pero antes de poder acercarme, una mujer apareció junto a la verja. Su expresión reflejaba inquietud, y no era para menos.
—¿Ha visto a mi hija? —preguntó con una voz cargada de nerviosismo.
—Sí. —contesté—, están jugando entre las lápidas.
Le pedí que esperara mientras yo me adentraba en la penumbra para buscar a las niñas. Detrás de una de las tumbas, encontré a una de ellas. Su pequeña mano estaba helada cuando la tomé, y la conduje hacia donde su madre aguardaba.
La niña corrió hacia su madre, y esta, visiblemente aliviada, me dio las gracias. Pero algo en su expresión cambió cuando le hice una nueva pregunta:
—¿Y la otra niña? ¿Va a dejarla aquí?
El rostro de la mujer se volvió pálido, sus ojos se abrieron con pavor.
—No sé de qué me está hablando; —dijo antes de marcharse apresuradamente del cementerio.
Me quedé allí, solo, con la luna como mi única compañía, preguntándome si lo que había visto, eran realmente dos niñas jugando... o si mi mente me había engañado con algo que no quería aceptar.
¡Fin!
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