La casa de mis tías siempre me resultó un lugar sombrío. Las luces parpadeaban constantemente debido a la mala instalación eléctrica, lo que generaba un ambiente perturbador. En una ocasión, tuve que quedarme a pasar la noche con ellas, ya que mis padres estaban en medio de una fuerte discusión. Mi madre, preocupada por el impacto que aquello pudiera tener en mí, me aseguró que solo serían unos días, y yo acepté sin más.
Una noche, sentí la urgencia de ir al baño. No quería correr el riesgo de mojar la cama, así que, armándome de valor, me levanté. Mientras estaba allí, el foco del baño comenzó a titilar, y de repente, la puerta se cerró de golpe. Mi corazón dio un vuelco. Grité con desesperación, empujé la puerta con todas mis fuerzas, pero no conseguí abrirla. Fue entonces cuando escuché una risa infantil, que venía del otro lado de la puerta, y que hizo que el miedo me recorriera por completo. Presa del terror, empecé a llorar.
De pronto, vi algo aún más aterrador: una sombra que parecía surgir lentamente desde la bañera. Cerré los ojos y solté un grito desgarrador. Mis tías, alarmadas por mis gritos, se levantaron de inmediato, abrieron la puerta, y sin dudarlo, me lancé a sus brazos; temblando de miedo. Pasé el resto del día pegada a ellas, incapaz de apartarme. Esa noche, cuando ambas se quedaron dormidas, reuní el valor para levantarme de la cama. Fue entonces cuando vi a un niño de pie; justo al lado de mis tías, observándolas en silencio.
Al día siguiente; mis tías le contaron lo sucedido a mi madre, y ella furiosa; les gritó sin piedad. Entre sollozos, mis tias repetían una y otra vez: Perdón Max. Nos distrajimos.
Ahora que tengo 14 años, mi madre me contó algo que marcó mi vida para siempre. Max era un sobrino que murió en ese baño. Se ahogó mientras se bañaba, y ellas, dormidas, no pudieron escuchar su llamado. Desde ese fatídico día, mis tías no hacen más que llorar cada vez que me ven. Y yo; jamás regresé a esa casa, aterrada ante la idea de volver a escuchar la risa de Max.
¡Fin!
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