De pequeña, cuando tenía 9 años, mi familia se mudó a una nueva casa cerca de un arroyo. Era noviembre, y estábamos preparándonos para celebrar el Día de Muertos. Mi familia y yo salimos a comprar flores, frutas y veladoras para armar un altar para nuestros seres queridos que habían fallecido.
Después de las compras, regresamos a casa algo tarde, y tuvimos que pasar por una calle de tierra llena de lodo, lo que me dejó los zapatos y los pies sucios. Mi abuela me mandó al arroyo a lavarlos, así que tomé una lámpara y salí de la casa. Era tarde y oscuro, y el camino al arroyo estaba lleno de sombras y silencio.
Al llegar al arroyo, me quité los zapatos y me senté en la orilla para lavar mis pies. El agua fría y oscura me hacía sentir un poco incómoda, pero estaba decidida a limpiar mis pies sucios. Mientras me lavaba, empecé a sentir una sensación extraña, como si alguien me estuviera observando. Me parecía que había algo detrás de mí, pero cada vez que me volvía a mirar, no había nadie.
Para disipar la inquietud, tomé la lámpara y la dirigí por todos lados, pero no vi nada. Sin embargo, la sensación de ser observada no desaparecía. De repente, decidí iluminar una piedra grande del arroyo, y fue entonces cuando vi algo que me heló la sangre. Sentado en la piedra estaba un niño, pero solo era su esqueleto, quien se quedo mirándome fijamente.
Yo me quedé paralizada del susto, y no podía creer lo que estaba viendo. El niño esqueleto no se movía, pero sus ojos parecían seguirme. Me sentí como si estuviera atrapada en una pesadilla. Finalmente, reaccioné y tiré la lámpara, saliendo corriendo de allí lo más rápido que pude. Llena de terror, llegué a mi casa y no podía hablar durante varios minutos.
Mi abuela notó mi miedo y me preguntó qué me había pasado, pero cuando le conté lo que había visto, no me creyó. Sin embargo, yo sé que lo que vi fue real, y esa experiencia me ha quedado grabada en la memoria para siempre.
¡Fin!
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