Una noche, asistí a una fiesta con mis amigos, pero comencé a sentirme mal y decidí regresar antes de lo previsto. El camino a casa no era largo, pero la oscuridad de la noche me asustaba un poco.
Mi mayor temor no era la noche en sí, sino toparme con alguien con malas intenciones.
Al pasar frente a la escuela primaria, que se encuentra cerca a mi casa, escuché un grito desde el interior del edificio. Un instante después, una voz infantil suplicó con desesperación.
Mi instinto me decía que no debía acercarme, pero el pensar que un niño pudiera estar atrapado, me hizo ignorar el miedo. Salté la cerca sin pensarlo, y corrí hacia el origen del llanto. Los sollozos me guiaron hasta una pequeña bodega, en la parte trasera del patio.
—No te preocupes, te sacaré de aquí —le dije.
Al otro lado de la puerta, el llanto persistía. Me asomé por una rendija, y distinguí a un niño de unos ocho años, vestido con el uniforme escolar. Su piel era de un tono muy pálido, pero pensé que se debía al miedo.
—Voy a abrir la puerta —le aseguré.
Agarré una piedra, y golpeé el candado con todas mis fuerzas hasta que cedió. Empujé la puerta e ingresé, pero el niño ya no estaba en el mismo lugar.
Un escalofrío me recorrió la espalda, cuando sentí su presencia justo frente a mí; levanté la vista y allí estaba. Su cuerpo seguía siendo el de un niño, pero su rostro ya no era el de un pequeño indefenso, sino el de un anciano de mirada aterradora.
Antes de poder reaccionar, soltó una risa siniestra, antinatural, que me heló la sangre.
Me quedé paralizado, incapaz de gritar o moverme. Solo cuando mis músculos respondieron, retrocedí con cautela, sin apartar la vista de aquella aberración.
Al salir de la bodega, corrí con todas mis fuerzas, sin mirar atrás. Al Llegar a casa, cerré la puerta y me encerré en mi habitación, temblando.
Esa noche, no pude dormir. Pero aprendí que ayudar es importante... aunque hay lugares donde es mejor no entrar.
¡Fin!
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