Cada quince días, viajaba a la costa sur, a unos 130 kilómetros de mi hogar, para trabajar. Sin embargo, esa vez no me sentía con ganas de ir, y muchos dicen que, cuando uno duda antes de un viaje, puede ser una mala señal.
Partí alrededor de las 3:30 de la madrugada. A unos 30 minutos de llegar a mi destino, decidí salir de la carretera principal y tomar un camino más estrecho. En una curva, bajo la sombra de un inmenso árbol de ceiba —que en esta región suelen ser enormes, la oscuridad era total.
Iba en mi moto, avanzando con cuidado, ya que sabía que ese tramo tenía fama de ser peligroso. Incluso lo llaman "la Vuelta del Adiós", por los numerosos accidentes que ocurren allí.
Fue entonces, cuando de la nada, un ser enorme apareció frente a mí. Era completamente negro, con unas alas descomunales y garras afiladas. Aunque nunca había creído en estas cosas, sentí un escalofrío que me recorrió de pies a cabeza.
Intenté frenar, pero fue inútil. Solo alcancé a sentir cómo sus alas rozaban mi casco. Estuve a punto de perder el control de la moto, pero, con suerte, logré mantener el equilibrio.
Al mirar por el retrovisor, vi cómo aquella criatura alzaba vuelo y se desvanecía en la oscuridad. Desde aquella noche, juré no volver a usar la moto para viajar a la costa. Ahora prefiero ir en automóvil, donde siento más seguridad.
Cuando relaté lo sucedido a mi familia, la mayoría no me creyó. Aun así, cada vez que pienso en esa noche, un frío recorre mi espalda al imaginar, qué habría pasado, si me hubiera caído en aquel desolado lugar.
¡Fin!
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