Mi padre, solía compartirnos una experiencia que vivió, cuando aún estaba de novio con mi madre. En aquel entonces, la visitaba por las noches, recorriendo una carretera que unía dos municipios, un trayecto que le tomaba cerca de una hora.
Una noche, mientras conducía por un tramo oscuro, algo extraño comenzó a suceder. Aunque manejaba a 110 kilómetros por hora, daba la impresión de que nada se movía. El entorno permanecía estático, y un árbol que se distinguía a la distancia, seguía exactamente en el mismo lugar, como si el tiempo se hubiera detenido.
De repente, algo todavía más aterrador ocurrió. Un caballo negro surgió de la nada, y comenzó a correr junto a él, igualando la velocidad del coche y colocándose a la altura de la ventana del copiloto. Mi padre, atónito, giró la cabeza para observarlo con mayor atención. Fue entonces cuando percibió algo que lo dejó aterrado. Los ojos del animal eran completamente anormales.
Brillaban con un resplandor rojizo intenso, como si fueran brasas ardientes. Era un rojo tan profundo, que destacaba en la penumbra, iluminando tenuemente el interior del auto. Lo más inquietante era, que pese a la velocidad a la que conducía, el caballo corría a su lado como si las leyes de la física no existieran.
Mi padre trató de mantener el control del vehículo, aunque el miedo comenzaba a dominarlo. Finalmente, y sin ninguna explicación, el caballo desapareció en la oscuridad, y de inmediato sintió cómo el coche volvía a avanzar con normalidad.
A pesar del tiempo transcurrido, mi padre recuerda ese episodio con absoluta claridad. Cada vez que lo relata, su voz se vuelve más seria y su mirada se pierde en la distancia, como si reviviera cada detalle de aquella noche.
¡Fin!
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