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El Espíritu de la Tumba Olvidada

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Una tarde, a pocos minutos de la hora de cierre del cementerio, el panteonero decidió hacer una ronda final para avisar a los visitantes que el lugar pronto cerraría. La gente comenzó a marcharse, pero cuando llegó a una tumba descuidada cuya lápida estaba tan deteriorada, que el nombre apenas era legible, observó a una anciana con un manto y un viejo vestido largo; apoyándose en un bastón mientras intentaba abrir la pequeña rejilla donde se colocan las veladoras.

El panteonero se acercó y preguntó:

—Buenas tardes señora. ¿Qué está haciendo? Ya está por cerrarse el cementerio.

La mujer le respondió:

—Hace mucho que nadie viene a visitar a este difunto; no tiene una veladora y está en completa oscuridad. Quiero encenderle una luz, pero no traigo fósforos. ¿Podría prestarme algunos?

—Claro que sí, pero los tengo en mi pequeña caseta de vigilancia. Si gusta, puedo encenderla por usted. Aunque antes, ¿por qué la dejaron venir sola? ¿Cómo se llama? —preguntó el panteonero.

—Hace mucho tiempo que esta tumba no recibe visitas. Como puede ver, está muy abandonada. Mi nombre es Hilaria Rojas, y aunque mis hijas prometieron venir, yo me adelanté. Parece que tampoco llegaron hoy, —explicó la anciana.

Sin decir más, el panteonero se dirigió a su caseta para buscar los fósforos, pensando en lo extraño que era que la familia descuidara a aquella anciana. Al regresar, la anciana había desaparecido sin dejar rastro. Colocó la veladora en su lugar y realizó otro recorrido por si la encontraba, pero no vio rastro de ella. Encogiéndose de hombros, continuó con sus labores.

Al día siguiente, en su ronda habitual, vio a tres mujeres alrededor de la misma tumba, limpiándola y colocando otra veladora. Se acercó y las saludó. Una de ellas le dijo:

—Somos las hijas de la mujer que está enterrada aquí. Hace mucho que no veníamos, pero parece que alguien ya le trajo una veladora.

—Sí. —Respondió el panteonero—. Ayer ayudé a una señora mayor a encender una veladora. Me mencionó que ustedes vendrían para encontrarse con ella. Me pareció extraño que estuviera sola, y más raro fue que cuando regresé con la veladora, ya no la encontré.

—¿Cómo era esa mujer? —preguntó una de las hijas.

—Llevaba un manto negro sobre un viejo vestido largo, y caminaba con un bastón. Me dijo que se llamaba Hilaria Rojas, —dijo el panteonero.

Las tres mujeres se miraron con incredulidad.

—Ese era el nombre de nuestra madre; dijo una de ellas, y siempre vestía de esa manera. Incluso el bastón que describe lo tenemos en casa. ¿Cómo es posible que la haya visto?

El panteonero, impresionado, sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo. Había hablado con un espíritu. Las mujeres, conmocionadas, rezaron en la tumba y prometieron regresar con más frecuencia, sabiendo que su madre se había adelantado a la visita que tanto esperaban.

¡Fin!

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