Cuando era niña, vivía en una casa ubicada a solo unas cuadras del cementerio de Tigre; en Buenos Aires. Tendría alrededor de 9 o 10 años, y me fascinaba caminar hasta allí y quedarme dentro del cementerio. La serenidad del lugar me resultaba cautivadora, todo era sumamente pacífico y silencioso. Me agradaba el aroma de las flores, y el brillo del sol parecía distinto en ese rincón.
Cada vez, sin falta, se me acercaba un trabajador del cementerio. Era un anciano de andar lento y cansado. Su aspecto era bastante delgado, casi desnutrido, diría yo. Siempre vestía el uniforme gris oscuro de los empleados municipales del cementerio. Aunque nunca llegué a saber su nombre, lo veía bordado en su pequeño distintivo.
Este hombre solía sentarse junto a mí y comenzar a conversar. Jamás me preguntaba qué hacía en ese lugar ni por qué iba allí, solo se limitaba a pedirme que no temiera a los muertos. Me explicaba quiénes eran y me decía que, si alguna vez veía alguno, debía ofrecerles mi ayuda. "No les temas", me decía a menudo, "ellos son como nosotros". Me contaba tantas cosas, y yo, siendo solo una niña, lo escuchaba con atención. Siempre esperaba su aparición, y sin importar la hora en que llegara al cementerio, él llegaba poco después con su paso pausado y se sentaba a mi lado para charlar.
Con el paso de los años, me di cuenta de que soy vidente, médium o algo por el estilo. He seguido viendo personas fallecidas desde entonces, pero cuando era niña no comprendía que ese amable hombre que venía a hablar conmigo no pertenecía a este mundo. Ese señor, que siempre me trató con tanto afecto, seguramente había fallecido mucho tiempo atrás.
¡Fin!
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