Cuando tenía alrededor de 10 o 11 años, mi familia y yo, solíamos hacer viajes anuales en camión. Aunque el trayecto a veces se volvía largo y cansado, siempre me emocionaba la idea de la aventura.
Recuerdo que en aquella ocasión, el camión avanzaba con lentitud, tal vez debido al tráfico. Las cortinas de las ventanas estaban abiertas, permitiendo que entrara la luz del día, y ofreciendo vistas de los paisajes.
Yo, como siempre, no podía quedarme tranquilo, y me asomaba un poco por encima del asiento, mirando por la ventana y observando el paisaje que pasaba rápidamente.
Fue entonces, cuando algo captó mi atención en medio de la espesura del bosque. Vi un viejo poste de madera, y a su lado, un coche blanco, completamente destruido y cubierto de óxido, daba la impresión de haber estado abandonado allí durante años. Hasta ese momento, no sentía miedo. Pero lo que vi después me heló la sangre.
Junto al poste, había una figura que se asemejaba a un monje. Estaba envuelta en una especie de túnica blanca, que cubría su cuerpo por completo, dejando al descubierto solo sus manos, las cuales estaban unidas, como si estuviera en plena oración.
Lo que más me aterró fue su rostro. No había nada, solo se veía algo oscuro, donde debía estar su cara. Me quedé paralizado, incapaz de desviar la mirada.
El camión continuó su marcha, y la figura se fue perdiendo entre los árboles. En ese momento, no le conté a nadie lo que había visto. Años después, cuando le relaté a mi madre lo sucedido, ella me dijo que probablemente había sido un sueño. Pero yo sé lo que vi. No fue un sueño. Esa figura estaba allí, quieta, rezando en medio de la nada.
¡Fin!
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