En semana santa, en mi pequeño pueblo enclavado en la montaña y rodeado por varios ríos, existe la creencia de que los viernes santos no se deben hacer fiestas ni jugar juegos de azar, ya que es el día en que Jesús está muerto y el diablo puede venir al mundo para llevarnos al infierno. Otros siete jóvenes y yo decidimos desafiar esta creencia, así que planeamos pasar el viernes santo en una cabaña en lo alto de la montaña.
Éramos cuatro hombres y cuatro mujeres, y llevamos botellas de ron, cervezas y una baraja de cartas. Desde la cabaña podíamos ver el pueblo, donde las personas iban con velas al sepulcro de Jesús. Nos burlábamos de estas tradiciones.
Mientras estábamos en la cabaña, una tormenta comenzó a azotar la región con fuertes truenos, relámpagos y vientos huracanados que sacudían la cabaña. A pesar del miedo, decidimos seguir con nuestra celebración. Cerca de la medianoche, un trueno tan fuerte sacudió la cabaña que perdimos la electricidad. Uno de nosotros sugirió salir a ver si también se había ido la luz en el pueblo. Al abrir la puerta, vi al diablo parado frente a la cabaña. Tenía una chamarra para protegerse de la lluvia y su rostro era aterrador, con ojos brillantes y colmillos puntiagudos.
Mis amigos salieron corriendo, dejándome atrás. Mientras corría tras ellos, el diablo me miraba con una sonrisa malévola. Llegamos al pueblo, que estaba en completa calma, sin rastro de la tormenta. Entramos a la iglesia y rezamos en el sepulcro de Jesús, convencidos de que habíamos experimentado algo sobrenatural.
Al día siguiente, mis amigos me contaron que, cuando abrí la puerta de la cabaña, grité que había llegado el diablo. En ese momento, las paredes se convirtieron en llamas y se veían rostros entre las llamas pidiendo ayuda. Desde entonces, nunca más desafiamos las creencias de semana santa.
¡Fin!
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