Comparto una experiencia inolvidable que viví hace dos años, a los 17 años. Decidimos acampar en un cerro muy conocido en la Sierra de Santiago con un grupo de amigos, un lugar popular entre los locales para estas actividades.
Nuestros planes se gestaron en nuestro grupo de WhatsApp, y tras mucha anticipación y preparación, quedamos listos para comenzar nuestra aventura un sábado. Originalmente, éramos un grupo pequeño, pero después de que dos amigos cancelaran, invitamos a seis personas más, casi de nuestra edad, amigos de un compañero al que llamaré Roberto. Cabe mencionar que yo era el mayor del grupo, incluyendo a los recién llegados.
La madre de Roberto nos llevó hasta el inicio del sendero en la sierra, donde comenzaba nuestra verdadera aventura. El camino era estrecho y empinado, y para avanzar, a menudo teníamos que usar manos y pies. Al caer la tarde, encendimos nuestras linternas para iluminar el sendero oscuro.
Roberto y yo nos adelantamos un poco al resto del grupo y, en una curva del camino, nos encontramos con un señor de unos 52 a 55 años. Amablemente, nos preguntó si íbamos al área de acampar (cuyo nombre omitiré) y nos advirtió que esperáramos a la cuidadora para que nos abriera el portón. Al despedirnos, noté la frialdad de su mano, pero no le di mayor importancia debido al frío de la sierra.
Al llegar, encontramos a una pareja esperando fuera del portón cerrado. Tras unos 20 a 30 minutos, llegó el resto de nuestro grupo y finalmente apareció la cuidadora, visiblemente sorprendida cuando le explicamos que un señor nos había indicado esperar. Su sorpresa aumentó cuando describimos al señor, revelando que se trataba de su difunto marido, quien había fallecido años atrás. Esta revelación nos dejó helados, especialmente al saber que los demás no habían visto a nadie en el camino.
Esa noche, decidimos dormir todos juntos en una tienda, superando el miedo con risas y compañía.
¡Fin!
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