Vivo en Naucalpan, cerca de un río de aguas oscuras y contaminadas. Eran aproximadamente las 2 o 3 de la madrugada, y el aire estaba frío y húmedo, típico del tiempo de lluvias. Para cruzar el río, uno debe atravesar un puente. La calle; construida poco a poco por los propios vecinos, tiene curvas y rincones que parecen esconder secretos, iluminados solo por algunas luces dispersas de las casas.
Al llegar al puente, hay unas escaleras que hay que bajar y luego volver a subir. En la esquina al subir, está mi casa. En un barrio como el mío, siempre se escuchan los ladridos de perros, maullidos de gatos, o algún ruido lejano de gente despierta, pero esa noche, todo estaba en silencio.
Mientras descendía las escaleras, oí un leve sollozo. Un viento frío recorrió ese tramo de la calle, tan intenso que parecía invadir cada rincón. Miré hacia la casa más cercana, esperando ver algún movimiento, pero no había nada, solo oscuridad y quietud.
De pronto, distinguí a lo lejos la figura de una mujer. Vestía de negro y llevaba un velo. Su andar era lento, rodeado de una sombra espesa. Al pasar bajo una luz, esta se apagó de inmediato. El miedo me invadió por completo, y salí corriendo hasta llegar a casa. Me dije a mí mismo, que si era alguien del barrio o una broma, la figura aparecería detrás de mí. Asomé la cabeza para ver, pero solo encontré niebla y sombras en la calle desierta.
Subí a mi habitación y me encerré. Pasaron unos minutos hasta que oí a los perros aullar, despertando a mi madre. Todo volvió a la calma, con un frío que persistía. Ver a esa mujer fue una experiencia escalofriante, que aún me eriza la piel.
Pasaron varios meses antes de que pudiera volver a caminar por ese lugar, y hasta hoy, se dice que en esa calle, de vez en cuando, se escuchan murmullos y aullidos de animales que huyen despavoridos, como si pudieran percibir una presencia invisible que acecha en la oscuridad.
¡Fin!
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