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El Camino de los Espíritus Errantes

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La travesía diaria a través del bosque adyacente al antiguo cementerio era una odisea en sí misma. Nadie se atrevía a cruzarlo, especialmente en la madrugada o durante la noche; era como un suicidio. Para regresar al pueblo, preferían tomar la ruta más larga, rodeando el bosque. Sin embargo, para mí, que vivía lejos, cruzar por allí era un atajo con un atractivo sombrío.

La distancia me obligaba a enfrentar la adrenalina pura de cruzarlo cada mañana para llegar a la escuela. Mi corazón latía con fuerza mientras repetía la misma rutina, a pesar de la herida sangrante en mi costilla que tardaba en sanar. Nunca faltaba a clases, ni siquiera por esa herida.

Caminaba con cautela, mirando a todos lados. Juraba por mi vida que escuchaba susurros provenientes de las tumbas. Me tapaba los oídos, tratando de bloquearlos. Una vez, con gran esfuerzo, logré descifrar: "Ahí va el pobre muchacho otra vez, ¡espero que algún día se dé cuenta!". Ignorándolos, continuaba mi camino, esquivando los cuervos que revoloteaban sobre mi cabeza y los aterradores sonidos que emanaban del cementerio.

¿Y todo para qué? Para llegar al borde de la línea que separa el pueblo del cementerio, donde mi cuerpo, alma y espíritu se desvanecían al salir el sol radiante cada mañana. Sentía que ese viaje matutino, cruzando el cementerio y desapareciendo al amanecer, era eterno. Debía de haber algún tipo de magia en ese lugar.

En cuanto pudiera cruzar el cementerio, intentaría volver a casa. Mis padres debían estar preocupados; hacía días que no los veía y los extrañaba mucho. Además, mis heridas no dejaban de sangrar.

¡Fin!

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