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Tierras de la Noche Eterna

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Les contaré una historia que me relataba mi papá, una que aún hoy, al recordarla, me estremece con un frío que ni el viento del norte puede igualar. Esta historia no es una cualquiera, es una de esas que te hacen cuestionar si realmente conocemos todo lo que nos rodea.

Mi tata, un hombre de campo de los que ya casi no quedan, poseía unas tierras de membrillo en el norte, siempre verdes, siempre fructíferas. A pesar de estar en venta, nadie se atrevía a comprarlas, pues se decía que esas tierras tenían algo especial.

Una tarde, cuando el sol se ocultaba tras los cerros, llegó un hombre. Un vaquero imponente, vestido de negro, con una barba que casi le cubría la mitad de la cara y unos ojos tan oscuros que parecían absorberlo todo. Se acercó a mi tata y, sin rodeos, le dijo que quería ver las tierras, que estaba interesado en comprarlas. Mi tata comentaba que era un hombre muy educado.

Subieron a la vieja camioneta de mi tata y se dirigieron a los terrenos. Durante el trayecto, el hombre, con voz grave y seria, mencionó algo que dejó a mi tata pensativo; dijo que en esas tierras se aparecían cambia pieles y otras criaturas de la noche. ¡Qué le iban a contar a mi tata si en el pueblo se decía que desde niño se enfrentaba a machetazos con los diablos que se aparecían en el Rio Mayo!

Al regresar al porche de la casa, mi nana, siempre amable, les sirvió café en una cafetera antigua. El forastero, con una sonrisa que rara vez mostraba, elogió el café, diciendo que había pasado años sin probar uno igual. Tras disfrutar de su café, el hombre preguntó a mi tata cuánto pedía por las tierras. Mi tata, con su habitual seriedad, dio su precio. El forastero lo miró fijamente y le ofreció la mitad a cambio de su protección, pero mi tata, sin vacilar, se negó.

El forastero sacó tabaco y papel arroz de uno de los bolsillos de su camisa y armó un cigarrillo en silencio. Mi tata decía que incluso las vacas se quedaron calladas, creando un silencio helado. El forastero encendió su cigarro, miró nuevamente a mi tata y le ofreció tres cuartas partes del valor de las tierras, aconsejándole que fuera inteligente, que más le valía tenerlo de amigo.

Mi tata, un hombre que nunca se ha dejado intimidar, sintió un miedo que nunca antes había experimentado. A pesar de su valentía, algo en la mirada de ese hombre le dijo que esta vez era diferente. Pero al mirar a mi nana, decidió aceptar la oferta. Mi tata confiesa que hubo momentos en los que pensó en tomar su machete y echar al hombre a patadas, pero algo más que el miedo frenó ese impulso.

El forastero, satisfecho, pidió otra taza de café antes de marcharse. Al terminar, pagó con monedas antiguas sacadas de los morrales que colgaban de las sillas de sus caballos. Montó en su caballo y, al despedirse, se fue desvaneciendo en la noche, dejando un olor a azufre y una sensación de vacío. Esa noche, los coyotes no dejaron de aullar, como si presintieran que algo había cambiado.

Al día siguiente, mi tata, mi nana y sus hijos, abandonaron el rancho. Las tierras quedaron solas, y se dice que hasta el día de hoy están cultivadas no con membrillos, sino con seres de la noche. Demonios, aparecidos, quién sabe, pero algo es seguro: esas tierras ya no pertenecen a este mundo.

Así me lo contó mi tata, y así se los cuento yo ahora, desde lo más profundo de Sonora, para que sepan que hay cosas en este mundo que están más allá de nuestra comprensión. Esta es mi narración, traída para esas Noches Inquietantes.

¡Fin!

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