El sol se despedía del cielo, dejando un manto de sombras sobre el patio trasero. El aire, aún tibio por el calor del día, se agitaba con una brisa fresca que anunciaba la llegada de la noche. Entre el crujir de las hojas secas y el canto de los grillos, una joven llamada Sofía se dispuso a recoger la ropa que había dejado secando.
Sus manos, ágiles y acostumbradas a la tarea, se movían con ritmo constante entre las sábanas blancas que bailaban al ritmo del viento. De pronto, una imagen inusual captó su atención: unos pies descalzos y pálidos se asomaban bajo una de las sábanas, inmóviles y silenciosos. La curiosidad, mezclada con una pizca de inquietud, la impulsó a levantar la tela con un movimiento rápido.
Sin embargo, lo que encontró no fue lo que esperaba. No había nadie detrás de la sábana, solo el vacío del patio bañado por la luz crepuscular. Una risa nerviosa escapó de sus labios, tratando de disipar la sensación de miedo que se apoderaba de ella. Pero en ese instante, la farola, única fuente de luz en el patio, parpadeó varias veces antes de apagarse definitivamente, sumiendo el lugar en una oscuridad profunda.
El silencio se hizo aún más denso, roto solo por el crujir de las ramas secas y el silbido del viento que se agitaba con furia entre los árboles. De repente, como si obedecieran una orden invisible, las sábanas se alzaron del suelo y se abalanzaron sobre Sofía, envolviéndola en un abrazo frío y opresivo. La tela se tensaba y aflojaba, como si la manipularan manos invisibles, obligándola a girar en un macabro baile.
En medio de la oscuridad y el caos, una risa grotesca resonó en el aire. La risa, llena de burla y crueldad, parecía provenir de todas partes a la vez, acentuando el terror que Sofía sentía en lo más profundo de su ser.
El pánico la dominaba, amenazando con consumirla por completo. Pero justo cuando sentía que ya no podía más, la oscuridad se disipó abruptamente y la luz de la farola regresó, iluminando el patio como si nada hubiera pasado. Sofía, con el cuerpo tembloroso y la mente aún confundida, se deshizo de las sábanas y observó a lo lejos, cerca de la quebrada que marcaba el límite de la propiedad, dos figuras pequeñas que la miraban fijamente.
Eran dos niños, de apariencia angelical pero con una sonrisa burlona en sus rostros. Sus ojos brillaban con una luz extraña, y sus risas, ahora más claras y audibles, resonaban en el aire como un eco del terror que ella acababa de vivir. De pronto, sin previo aviso, las figuras se desvanecieron en el aire como si nunca hubieran existido.
Sofía corrió hacia la casa. Al entrar, se encontró con su madre, quien la escuchó con atención mientras le relataba lo sucedido entre sollozos. Cuando terminó, su madre le dijo con una voz teñida de tristeza: "Hija, tú también lo viste".
Esas palabras, cargadas de un significado que Sofía no comprendía del todo, la llenaron de aún más confusión y miedo. ¿Qué sabía su madre? ¿Qué secretos ocultaba la vieja casa y sus alrededores? En ese momento, Sofía supo que la vida tranquila que había conocido hasta entonces no era más que una fachada, y que detrás de esa fachada se escondía una realidad oscura y aterradora, una realidad que ella apenas comenzaba a descubrir.
¡Fin!
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