Mi infancia transcurrió en una apacible ranchería en el corazón de Morelos, un lugar suspendido en el tiempo, donde la vida fluye con la misma serenidad que sus ríos y donde la comunidad se cuida como una gran familia. Quince años han pasado desde entonces, y con treinta años a mis espaldas, siento la necesidad de compartir una experiencia que dejó una huella profunda no solo en mi juventud, sino también en la de mis amigos de la secundaria. Es una historia increíble que nos unió y cambió nuestras vidas para siempre.
Los viernes por la noche tenían un significado especial para nosotros. Al ocultarse el sol, alrededor de las 8, nos reuníamos detrás de la casa de Jusaino, un lugar que elegimos por su combinación perfecta de ser apartado y acogedor. Allí, un riachuelo serpenteaba suavemente entre piedras y árboles, susurrando historias que solo la naturaleza conoce. Contribuíamos con las nuestras, encendiendo una fogata en la orilla, cuyas llamas danzaban al compás del viento, creando un espectáculo hipnótico que solo era superado por las historias de terror que compartíamos entre nosotros.
Aquella noche se percibía diferente. Una brisa fresca agitaba las hojas de los árboles, creando sombras inquietantes a nuestro alrededor. La fogata, reducida a un montón de brasas ardientes, ofrecía una luz tenue que apenas iluminaba nuestros rostros expectantes. La oscuridad parecía envolvernos por completo, añadiendo un matiz aún más misterioso a nuestra reunión. El lugar de Rosario, o Chayo como le llamábamos, estaba vacío.
Justo cuando me disponía a compartir mi relato, una figura comenzó a tomar forma desde la penumbra del sendero. Por un momento, el miedo nos paralizó a todos, hasta que la reconocimos. Era Chayo, aunque algo en ella había cambiado; su rostro estaba pálido y sus ojos carecían de la chispa de vida habitual. Se sentó entre nosotros en silencio, con una calma que parecía sobrenatural, y solicitó narrar su propia historia esa noche.
Lo que siguió fue un relato que nos dejó helados, una historia sobre un viaje al infierno tan real y aterradora que parecía más una confesión que una obra de ficción. Al concluir, Chayo se levantó y desapareció en la oscuridad de la noche, tan silenciosamente como había llegado.
El miedo se manifestó de diferentes formas entre nosotros: Violeta cayó desmayada, Pepe entró en un estado de pánico absoluto, Ruth lloraba sin consuelo, y yo estaba petrificado, no solo por la historia, sino también porque nuestro terror había dejado en segundo plano un hecho perturbador: Chayo había fallecido un mes antes en un trágico accidente.
Aquella noche juramos no volver a reunirnos detrás de la casa de Jusaino, junto al riachuelo.
¡Fin!
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