La lluvia caía con furia sobre la ciudad, empapando las calles. Eduardo, con su abrigo empapado, buscaba refugio del temporal. Sus pasos lo llevaron por callejones estrechos y oscuros, hasta que de pronto, una tenue luz lo atrajo.
Era la luz de un antiguo bar, con un cartel desgastado por el tiempo que apenas se podía leer. Intrigado por el peculiar nombre y buscando un poco de calor, Eduardo decidió entrar.
Al cruzar el umbral de la puerta, se sumergió en una atmósfera diferente a cualquier cosa que hubiera experimentado antes. El bar era oscuro y silencioso, solo iluminado por la tenue luz de unas pocas velas. Detrás de la barra, un viejo cantinero, con una barba espesa y canosa, limpiaba un vaso con un paño empapado en una sustancia desconocida.
Eduardo se acercó a la barra y pidió un trago de whisky, esperando que la bebida le calentara el cuerpo. El cantinero le sirvió sin decir una palabra, pero con una mirada que penetraba en lo más profundo de su ser, como si pudiera leer sus pensamientos más oscuros.
Mientras Eduardo bebía su whisky, un escalofrío recorrió su espalda. De repente, el ambiente del bar se transformó. Los muebles se veían más antiguos, las paredes estaban adornadas con retratos de personas vestidas con ropas de otras épocas, y el aire olía a tabaco y a tiempo pasado. Miró por la ventana y en lugar de la ciudad moderna que había visto al entrar, ahora había carruajes y caballos circulando por callejones empedrados.
Eduardo, con el corazón latiendo a mil por hora, se dirigió al cantinero y le preguntó qué había sucedido. El viejo, con una sonrisa enigmática, le respondió: Bienvenido al bar "Perdido en el Tiempo". Aquí, el tiempo se ha detenido, has llegado al siglo XVIII, y solo hay una forma de volver a tu época: debes contarme una historia de terror que jamás haya escuchado, una historia que me haga temblar hasta los huesos.
Preso del pánico y la desesperación, Eduardo comenzó a narrar una historia espeluznante que había escuchado de su abuelo. Hablaba de una casa embrujada en las afueras de la ciudad, donde los fantasmas de una familia atormentada vagaban por las noches, buscando venganza.
Mientras Eduardo narraba la historia, el cantinero lo escuchaba con atención, con sus ojos fijos en él, como si pudiera ver los fantasmas que describía. Al terminar, un silencio sepulcral se apoderó del bar. De repente, el cantinero se levantó de su asiento y abrió la puerta liberándolo.
Eduardo salió corriendo, sin mirar atrás ni una sola vez. Cuando llegó a la calle, la lluvia había cesado y la ciudad moderna brillaba bajo la luz de la luna, notando que había vuelto a su tiempo. Miró a su alrededor buscando el bar, pero no encontró rastros de él.
En su bolsillo, Eduardo encontró una vieja moneda, la misma que el cantinero le había dado como prueba de su viaje en el tiempo. Esa moneda se convirtió en un recuerdo permanente de aquella noche terrorífica, una noche que jamás olvidaría.
¡Fin!
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