Siempre he sentido una extraña atracción por el misterio, por aquello que se oculta entre las sombras. Mi amigo Carlos y yo, teníamos una tradición un tanto peculiar. Cada fin de semana, nos encontrábamos en el viejo cementerio del pueblo, para compartir relatos de terror. Aquel lugar se había convertido en nuestro rincón secreto, donde la fantasía se mezclaba con la realidad, mientras devorábamos dulces bajo el cielo estrellado.
Una noche, Carlos me escribió.
"Voy a llegar tarde, salí con Ana. Adelántate si quieres."
Aunque la idea de ir sin compañía no me atraía, decidí avanzar. Al llegar a la entrada del cementerio, la figura de un anciano surgió entre la niebla, como si el tiempo mismo lo hubiera traído hasta allí.
—¿Qué haces aquí muchacho? —preguntó con una voz áspera.
—Solo vengo a visitar —respondí, intentando sonar tranquilo.
Al acercarme, reconocí su rostro marcado por las arrugas del tiempo. Era don Lalo, a quien no había visto en varios meses.
—¿Don Lalo? —dije sorprendido.
—No deberías estar aquí. Este lugar merece respeto —me aconsejó con tono severo. Aquí descansan almas buenas, y otras que no lo son tanto.
Sus palabras me inquietaron más de lo que quería admitir, así que decidí seguir su consejo, y regresé a casa.
Cuando llegué, mi madre me recibió con una expresión de sorpresa.
—¿Qué haces aquí tan pronto? —me preguntó sorprendida.
Le conté lo sucedido con don Lalo y su advertencia. Al escucharme, su rostro palideció.
—Hijo, eso es imposible. Don Lalo falleció hace meses, en una noche lluviosa, justo frente al cementerio.
Un escalofrío recorrió mi espalda al comprender lo que había sucedido. Desde entonces, nunca volví al cementerio solo. Ahora las historias de terror las contamos lejos de las tumbas.
¡Fin!
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