Se dice que en los cementerios se ve a un monje o sacerdote que es quien cuida las almas o las guía para su paso al más allá. Muchos aseguran haberlo visto con todas esas almas tras él. Se dice que solo sale pasada la medianoche. Yo era ayudante del sacerdote en la sacristía, pero debía reemplazar al sepulturero cuando este descansaba, ya que los dos éramos empleados de la iglesia por así decirlo.
Un domingo fui yo el encargado de dos entierros que se llevaron a cabo este día. El primero en las horas de la mañana era de una anciana de mucha edad, se podría decir que por su aspecto tendría más de cien años. En la tarde le correspondió a un hombre de unos cuarenta años, alto y bien presentado. Este último tuvo una serie de inconvenientes al ser llevado a la tumba. No sabemos por qué, pero su féretro se hizo tan pesado que sus familiares y yo no podíamos levantarlo, como si no quisiera ser enterrado.
Debí llamar al sacerdote para ver qué se podía hacer. Este, más aterrado que nosotros, optó por lanzarle agua bendita y orar mucho. Por fin logramos llegar a la tumba con el ataúd, pero al tratar de levantarlo para subirlo al lugar donde le correspondía, este se mecía como si su ocupante estuviera vivo. El sacerdote rezaba y se angustiaba, estaba pálido y muerto de miedo, al igual que todos los allí presentes.
Para hacer más siniestro aquel momento, la tarde se hizo oscura, como si la noche se hubiera adelantado. Entre estos, los allí presentes pudimos oír cuando de dentro del ataúd salió una voz que dijo "déjenme en paz", fue tan clara que el sacerdote hizo bajar de nuevo el ataúd para cerciorarse de que no estábamos enterrando a un hombre vivo, pero aquel personaje estaba bien muerto.
Por fin llevamos el cuerpo a la tumba después de mucho esfuerzo. Cuando estaba sellando la tumba, grandes relámpagos cruzaban el firmamento y un aguacero caía por cántaros. Familiares y amigos, como pudieron, se fueron en medio de la lluvia. También el sacerdote se puso a buen resguardo con un paraguas y desapareció por las puertas del cementerio. Yo quedé allí solo como un niño huérfano que no puede encontrar a sus padres. Debía dejar organizado lo del entierro, dejar las herramientas en su lugar y, por último, cerrar el cementerio y llevar las llaves a la casa parroquial. Pero ¿cómo hacer esto en medio de semejante aguacero? Así que me guarecí bajo el alar de las tumbas y esperé a que pasara la tormenta.
La tormenta duró hasta la medianoche. El viento silbaba por entre las tumbas, muchas veces se escuchaba como si fueran lamentos, pero con la idea de darme ánimos me decía para mí mismo que era mi imaginación. Cuando escampó, como pude llevé la herramienta al cuarto donde correspondía y corrí a cerrar el cementerio y huir de allí. Pero al hacerlo, veo a un hombre bien presentado que está al lado de las tumbas. Es alto y con un traje a la medida, un hombre rico se podría decir por su aspecto. Me saludó con cordialidad, yo por mi parte le increpé el por qué estaba a esas horas en el cementerio ya que era prohibido. Me respondió con una sonrisa que estaba visitando a sus hijos. No quise ahondar en el tema, no era muy reconfortante hablar con un desconocido en medio de un cementerio a medianoche.
Le dije que debíamos salir de allí, ya que iba a cerrar. Muy respetuoso me dijo que sí y me acompañó a la puerta. Salió conmigo, pero cuando cerré, estaba otra vez dentro. No sé cómo pudo entrar de esa manera ya que estaba conmigo afuera. Fui a abrir de nuevo, ya un poco molesto, no era lugar, ni mucho menos horas, para hacer ese tipo de bromas. Pero al ir a abrirle, me dijo que no me molestara, que ese era su lugar y que no podía marcharse de allí, debía cuidar de sus hijos. Pude ver dos sombras que había detrás de él, mis ojos no podían dar crédito a lo que veía. Era la anciana que enterramos en la mañana, muy sonriente, y el hombre que enterramos en la tarde. Este, por el contrario, se le veía triste y pensativo, más aún que en su cuello colgaban grandes cadenas.
¿Cómo podía yo aguantar algo así? Hui sin mediar palabra con aquellos personajes. Mientras corría miré atrás, el hombre bien vestido y la anciana me voleaban su mano en señal de despedida, mientras el otro hombre tenía la cabeza baja. No conté nada de esta historia, me calificarían de loco. Solo ahora que me atrevo a contárselo a mi amigo.
¡Fin!
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