En la noche del Día de Muertos, el cementerio estaba envuelto en una atmósfera sombría. Las sombras se alargaban como tentáculos oscuros, y los guardias se apresuraban a cerrar las pesadas puertas de hierro. Sin embargo, algunos visitantes se quedaron atrás, aferrándose a la presencia de sus seres queridos que ya no estaban.
En un rincón apartado, una niña llamada Samantha se sentó en un pequeño mausoleo, rodeada de lápidas y cruces de mármol. De repente, un niño de apenas seis años se acercó a ella, sosteniendo un oso de peluche en sus brazos. Los dos conversaron animadamente durante unos minutos, mientras las farolas del cementerio se encendían una a una, marcando el final del día.
Pero cuando el niño se despidió, Samantha se dio cuenta de que algo no estaba bien. Su madre la llamó desde la distancia, y cuando se volvió para decir adiós al niño, este había desaparecido. La madre asumió que Samantha estaba hablando con uno de sus amigos imaginarios, pero la niña sabía la verdad.
Esa noche, cuando Samantha se fue a la cama, encontró el oso de peluche en su mochila, lo colocó en una silla mecedora, y pronto se durmió. Pero en la madrugada, el sonido de la silla meciéndose la despertó. Cuando abrió los ojos, el niño del cementerio estaba sentado en la silla, pero no era el mismo niño inocente que había conocido horas antes.
Su forma cambió, creciendo y transformándose en una figura infernal, con cuernos y una cola retorcida. El ser le dijo que la había liberado de la prisión del cementerio y del miedo Samantha se desmayó. A la mañana siguiente despertó muy agitada, recordando la experiencia de la noche anterior. El oso de peluche había desaparecido, pero las marcas en su brazo izquierdo permanecerían para siempre.
¡Fin!
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