Hace mucho tiempo, cuando estábamos en el colegio, un aburrido día de recreo llevó a mis compañeras y a mí a hablar sobre espíritus. Decidimos quedar por la tarde para jugar a la ouija en casa de Lidia, quien tenía un local adecuado para la sesión. Estábamos Lidia, Irene, Elena, Rocío y yo.
Confeccionamos una ouija de papel, usamos un vaso de cristal y empezamos la sesión. Yo era la que hablaba con el supuesto espíritu, que se identificó como Elena Padre, un nombre que nos resultó gracioso por su similitud con el de una de nosotras. Al principio, todo fue bien. Elena Padre nos hablaba de manera amigable, nos daba consejos y nos auguraba cosas buenas. Nos enganchamos tanto que realizábamos sesiones diarias para comunicarnos con ella.
Un día, decidimos que se manifestara físicamente y nos dijo que estaría junto a uno de los sofás en el local. Rocío quiso tocarla y experimentó un escalofrío intenso en los brazos, mientras todas vimos cómo se le erizaban los vellos. A pesar de ello, todas excepto yo decidieron tocarla.
Después de ese día, Elena Padre me repetía insistentemente que no había querido tocarla. Su insistencia me asustó, y en una ocasión me dijo que nunca tendría hijos. A raíz de ese incidente, dejamos de hacer la ouija, pero las cosas nunca volvieron a ser normales.
En una ocasión, durante una clase, las cinco nos sentimos repentinamente muy frías, mareadas, y cuatro de nosotras terminamos hospitalizadas. Yo fui la única que no necesitó ser ingresada.
Lo que más me duele es que, hasta el día de hoy, mis amigas tienen hijos, mientras que yo he sufrido seis abortos naturales. Dos de ellos ocurrieron cuando estaba a ocho meses de gestación, causándome un gran dolor. No sé si fue por no tocar a Elena Padre o si simplemente se cumplió su predicción. Lo único que sé con certeza es que nunca más jugaré a la ouija.
¡Fin!
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