Una noche, un grito desgarrador rompió la quietud de nuestra casa, sacudiéndome de mi sueño como si me hubieran arrojado un balde de agua helada.
Mi hija Luna, irrumpió en nuestra habitación como una ráfaga de viento, con sus ojos dilatados por el terror y su cuerpo tembloroso. Entre sollozos incoherentes, nos suplicó que la dejáramos dormir entre nosotros, balbuceando algo sobre un monstruo que acechaba en su habitación.
Mi esposa, con una calma que me sorprendía en medio del caos, la acogió entre sus brazos, susurrando palabras de consuelo. Luna, acurrucada entre nosotros, se aferró a las mantas con tal fuerza que parecía querer desaparecer en ellas, buscando refugio en la calidez y seguridad de nuestra cama.
Exhaustos por el abrupto despertar y preocupados por el estado de nuestra hija, mi esposa y yo nos hundimos de nuevo en el sueño. Sin embargo, yo no podía sacarme de la cabeza la imagen de Luna, su rostro pálido y sus ojos llenos de miedo. Algo en mí me impedía descansar.
De repente, un crujido en el pasillo me puso en alerta. La puerta de la habitación había quedado entreabierta cuando Luna entró, y nadie se había levantado para cerrarla. Mi corazón comenzó a latir con fuerza mientras observaba la oscuridad del pasillo, expectante.
En ese instante, una sombra veloz cruzó mi campo de visión. Era Luna, llevando un vaso de leche hacia su habitación. Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Si Luna estaba dormida a mi lado, ¿quién o qué había sido esa sombra que se deslizaba por el pasillo?
Con una mezcla de miedo y confusión, me deslicé fuera de la cama, cuidando de no despertar a mi esposa e hija. Me acerqué sigilosamente a la figura acurrucada entre las mantas y, con manos temblorosas, comencé a destaparla.
Lo que vi me heló la sangre. El rostro que emergió bajo las mantas no era el dulce semblante de mi hija, sino una parodia grotesca de su inocencia. Una boca descomunal, adornada con colmillos afilados, se abría en una sonrisa siniestra.
Antes de que pudiera siquiera emitir un sonido, la criatura susurró con una voz que parecía provenir de las profundidades del infierno, confirmando mis peores pesadillas: ¡Los monstruos bajo la cama sí existimos!.
Un silencio sepulcral se apoderó de la habitación, roto solo por el latido frenético de mi corazón. En ese momento, comprendí con una claridad aterradora, que las historias que contamos a los niños para asustarlos, no eran solo cuentos. Eran advertencias, un reflejo de un mundo oscuro y terrible que acechaba en las sombras, esperando el momento oportuno para emerger y reclamar a sus víctimas.
¡Fin!
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