Cuando tenía 12 años, vivía en la casa de mi padrastro con mis hermanos. La recámara de mi mamá estaba en el segundo piso, mientras que nosotros pasábamos la mayor parte del día solos en casa. La casa era grande, con un gran ventanal de cristal chino que daba al patio, donde había árboles frutales, el baño y la cocina.
En una ocasión, desde la sala vi una sombra cruzando el patio a lo largo del ventanal, a pesar de que no había nadie afuera. También comenzamos a escuchar llantos de bebé, que se repetían varias veces.
Un día, mi padrastro estaba arreglando el jardín y al enterrar la barra fuerte, se escuchó un ruido como de un cristal rompiéndose. Además, comenzó a percibirse un fuerte olor a alcohol. Al seguir excavando, se cortó con un trozo de vidrio. Fue entonces cuando descubrimos que lo que se rompió era un frasco de vidrio. También encontramos una fotografía borrosa y oxidada con muchos alfileres incrustados. Mi padrastro simplemente tiró todo a la basura sin hacer más.
Después de ese incidente, ocurrieron cosas extrañas en casa. Los perros aullaban y rascaban el suelo desesperadamente, nos despertaban con tres golpes en la puerta por la madrugada, e incluso tiraron a una de mis hermanitas de la cama. Mi mamá decidió llamar a un sacerdote para que bendijera la casa.
El día que el sacerdote vino a rezar, los árboles se mecieron como nunca antes. Mi mamá nos ordenó que nos quedáramos en el cuarto y no saliéramos bajo ninguna circunstancia. Después de que el sacerdote se fue, todo volvió a la calma, excepto por el llanto ocasional de un bebé que aún se escuchaba.
Años más tarde, la vecina decidió remodelar su casa y al derribar un muro, descubrieron la osamenta de un bebé. Los vecinos llevaron los restos a un sacerdote para darle una sepultura adecuada. Desde entonces, nunca más se volvió a escuchar el llanto del bebé.
¡Fin!
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