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El Susurro del Cuarto Frío

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Fue mi primera noche en el recién inaugurado matadero de la ciudad, un sitio lúgubre y solitario en las afueras. Mi tarea era sencilla pero inquietante: asegurarme de que los cuartos fríos funcionaran correctamente durante la noche. A pesar de considerarme una persona racional, no pude evitar sentir un nudo en el estómago al adentrarme por primera vez en ese edificio, donde el eco de mis pasos en los pasillos desiertos era mi única compañía.

En una de mis rondas habituales, noté que la puerta del cuarto frío más grande estaba entreabierta, algo que me hizo estremecer. Tomé mi linterna con manos temblorosas y me adentré en el frío que emanaba de su interior. El vaho formaba nubes con cada respiración, y el constante zumbido de los generadores llenaba el espacio, creando una atmósfera casi tangible.

Caminé entre las hileras de canales colgantes, viendo cómo sus sombras se proyectaban de forma grotesca en las paredes a medida que mi linterna iluminaba el lugar. Fue entonces cuando lo escuché: un susurro apenas audible, como si alguien susurrara mi nombre desde las profundidades del cuarto. Me detuve, convenciéndome de que era producto de mi imaginación, alimentada por la soledad y el ambiente opresivo.

Pero el susurro se repitió, más claro esta vez, seguido de un golpeteo suave pero insistente. Mi corazón latía con fuerza, cada instinto me decía que saliera corriendo, pero la curiosidad me mantenía allí. Con pasos vacilantes, me acerqué al origen del sonido, encontrando una sección del cuarto aparentemente vacía. Iluminé el rincón con mi linterna, y lo que vi me heló la sangre: una figura encogida en el suelo, temblando, cubierta por una fina capa de hielo que parecía piel.

El miedo me paralizó mientras la figura levantaba lentamente la cabeza, sus ojos vacíos reflejando la luz de mi linterna. Su boca se abrió en un intento de gritar, pero solo salió un vaho helado. Quise huir, pero mis pies no respondían. Entonces, la figura se desvaneció ante mis ojos, dejando atrás solo el frío penetrante y un silencio absoluto.

Salí de allí tambaleándome, sin mirar atrás, con el corazón en un puño y el aliento cortado. Desde entonces, supe que algo residía en los cuartos fríos, algo que estaba más allá de este mundo. Renuncié al trabajo al día siguiente, decidido a no regresar jamás. A veces, en las noches más gélidas, aún escucho susurros que me llaman, atrayéndome hacia el abrazo helado de la oscuridad.

¡Fin!

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