Soy el vigilante del cementerio de mi pueblo, y en todos estos años, nunca he visto nada fuera de lo común.
A veces entraban borrachos a hacer retos entre las tumbas, o algún ladrón intentando llevarse una ofrenda, pero nada que realmente diera miedo.
Hasta aquella noche.
Eran casi las tres de la mañana, la hora más silenciosa, cuando escuché algo moverse entre las lápidas.
Pensé que sería un gato, o quizá alguien merodeando, así que tomé mi linterna y caminé hacia la parte más antigua del cementerio.
El aire estaba helado, y la neblina hacía que todo pareciera moverse.
De pronto, escuché una risa... como la de un niño.
—¿Quién anda allí? —pregunté en voz alta, pero nadie respondió.
Seguí avanzando entre los mausoleos, hasta que mi linterna iluminó algo detrás de una lápida. Eran dos ojos pequeños y brillantes que me observaban desde la oscuridad.
No eran ojos de un niño.
La figura salió a la luz, e inmediatamente pude notar que era de estatura baja, con un rostro arrugado, sonrisa torcida, y dedos largos que se aferraban a la lápida.
No medía más de un metro, pero su mirada, si que daba mucho miedo.
—Aquí no eres bienvenido... —me susurró con una voz gruesa.
Retrocedí, y al hacerlo, sentí otra presencia detrás de mí. Giré la linterna... y descubrí que había más figuras pequeñas a mi alrededor, con ojos brillantes y sonrisas deformes, saliendo de entre las lápidas.
Aterrado, quise salir de ahí de inmediato, pero mi cuerpo no se movía. Aquellas risas se oían cada vez más fuerte... hasta que de pronto, todo se volvió negro.
Al día siguiente, desperté tirado en la entrada del cementerio, con el sol iluminando mi rostro. Tenía el uniforme manchado de barro, con lo que parecían ser marcas de manos pequeñas.
Me levanté aturdido y caminé hasta la caseta de vigilancia, en donde encontré sobre la mesa, una nota escrita con letras torcidas que decía:
"No vuelvas a entrar de noche."
¡Fin!
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