Hace varios años, trabajaba como vigilante nocturno en el cementerio de mi pueblo, una tarea a la que ya me había acostumbrado. Las noches eran tranquilas y predecibles, con mis rondas comenzando puntualmente a las 11pm y extendiéndose hasta el amanecer.
Durante una de esas noches habituales, me acomodé en una banca y saboreé el calor de un café que llevaba en un pequeño termo. El silencio era intenso, roto solo por el susurro del viento entre las ramas. De repente, un grito desgarrador rompió el silencio.
No era un grito común. Había algo en ese sonido que me erizó la piel, una mezcla de agonía y desesperación que no se parecía a nada que hubiera oído antes. Inmediatamente dejé el café a un lado, consciente de que aquel sonido no podía ser emitido por un ser humano, pero aun así decidí investigar.
Recorrí diversas partes del cementerio, desde las tumbas más antiguas, cubiertas de musgo y maleza, hasta un rincón oculto tras un grupo de árboles espinosos. A medida que avanzaba, el ambiente se volvía cada vez más pesado y agobiante. Las lápidas, erosionadas por los años, se erguían como sombras fantasmales en la oscuridad. La luna, que hasta ese momento había iluminado el lugar, se ocultó tras nubes oscuras, sumiendo todo en una sombra aún más inquietante.
Cuando estaba a punto de regresar al camino principal, el grito resonó de nuevo; esta vez más cercano. Sentí el miedo calar hasta los huesos. Ya no tenía el valor de seguir adelante, pero el sonido provenía claramente del interior de un antiguo mausoleo. Mi instinto me decía que huyera, y no dudé en hacerlo. Corrí como nunca antes hasta llegar a la caseta de vigilancia, donde me refugié el resto de la noche, con la radio y la televisión como únicas compañías hasta el amanecer.
Con la llegada del día; la razón venció al miedo, y la curiosidad me llevó de vuelta al mausoleo. Con el corazón latiendo desbocado, me acerqué, y a través de un pequeño agujero en la puerta, miré dentro. Lo que mis ojos contemplaron me dejó inmóvil. Una estatua de un ángel, con un rostro que reflejaba un sufrimiento indescriptible. Pero lo más aterrador fue cuando, ante mis propios ojos, la estatua giró la cabeza y me miró fijamente.
Volví a casa en estado de shock, me lavé la cara con agua fría y me encerré en mi cuarto el resto del día. A pesar de que continúo trabajando en el cementerio, me mantengo lejos de ese mausoleo. Trato de no pensar en lo que presencié aquella noche, aunque esa imagen sigue persiguiéndome.
¡Fin!
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