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El Juego Prohibido: La Taconuda

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Recuerdo que en mi infancia, tenía una amiga llamada Sofía, aunque yo siempre le decía Sofi. Solíamos jugar juntas en un río cerca de nuestro pueblo, un lugar rodeado de grandes árboles y con una atmósfera tranquila… al menos durante el día.

Un día, decidimos pasar la tarde en el río, disfrutando de la naturaleza y de nuestra compañía. Mientras explorábamos la orilla, y reíamos con nuestras travesuras, Sofi me propuso jugar a invocar a "La Taconuda". Según una vieja leyenda del pueblo, si pronunciabas su nombre cinco veces en voz alta, ella aparecería. Muchos lo consideraban un simple juego, una broma de niños, pero había quienes advertían que no debía tomarse a la ligera.

Aquella tarde, mientras el sol comenzaba a ocultarse, Sofi insistió en hacerlo. Yo lo dudé, pues la idea me daba escalofríos, pero Sofi , empezó a repetir el nombre:

—Taconuda… Taconuda… Taconuda… Taconuda… Taconuda.

Cuando pronunció el nombre por quinta vez, el viento se detuvo. Los árboles dejaron de crujir, y el río quedó en una extraña calma. Mi corazón latía con fuerza, y entonces, una figura emergió de entre las aguas. No tenía rostro, su vestido goteaba, y su silueta se deformaba como si no fuera real.

Quise gritar, pero no pude. Miré a Sofi, y ella estaba paralizada, con los ojos abiertos de par en par, incapaz de moverse o hablar. Yo reaccioné y salí corriendo sin mirar atrás, corrí hasta el pueblo, y entre sollozos, conté a mi familia lo sucedido. La noticia se extendió rápidamente, y los padres de Sofi, junto con otros vecinos, organizaron una búsqueda exhaustiva.

Recorrieron el río y sus alrededores, llamándola sin cesar, pero sus esfuerzos fueron en vano. A pesar de los grandes esfuerzos por encontrarla, nunca lo lograron. Su desaparición quedó envuelta en un misterio, que nadie se atrevía a mencionar.

Pasaron los años, y aunque intenté seguir con mi vida, la culpa y el miedo me consumían. Un día, decidí volver al río, atraída por una fuerza inexplicable. Quería enfrentar mis miedos, pero cuando llegué, el miedo se apoderó de mi cuerpo.

De pie frente al río, estaba Sofi. No había cambiado en nada, como si el tiempo no hubiera pasado por ella. Su mirada se clavó en mí, y con una voz fría, exclamó:

—Me dejaste… mala amiga.

Corrí con todas mis fuerzas, y esta vez, nunca más volví a ese río.

¡Fin!

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