Mi abuelo, solía contarme una historia que le había transmitido su padre; un relato que lo dejó marcado profundamente. Una noche, mientras transportaba su carga de frutas y verduras a un pueblo vecino, una fuerte tormenta convirtió el camino en un lodazal. Al no poder regresar, decidió tomar una ruta alternativa; un sendero poco conocido, que según los lugareños, conducía a un pueblo apartado.
Después de caminar durante horas, sus burros, por lo general valientes y resistentes, se negaron a avanzar. La oscuridad comenzaba a caer, y el viento soplaba entre los árboles, creando una atmósfera inquietante. El joven comerciante, preocupado, desmontó y trató de tranquilizar a los animales, pero estos permanecían inmóviles, con los ojos desorbitados. Fue entonces cuando divisó a lo lejos una tenue luz que se filtraba entre los árboles.
Impulsado por la necesidad de encontrar refugio, se dirigió hacia la luz. Al llegar, descubrió que provenía de una pequeña iglesia, cuya puerta estaba entreabierta. El interior estaba iluminado por el tenue resplandor de velas, creando una atmósfera misteriosa. La iglesia estaba repleta de gente, todos vestidos de negro y con el rostro cubierto por velos.
Intrigado, el joven comerciante se adentró en la iglesia. Al principio, no notó nada extraño. Sin embargo, a medida que avanzaba, comenzó a sentir una sensación de inquietud. Fue entonces cuando se dio cuenta de que algo no estaba bien. Las personas que se encontraban allí, no tenían pies; flotaban suavemente en el aire, como si fueran espectros.
El horror se incrementó en él, cuando sus ojos se posaron en el altar. Allí, bajo una débil luz, se encontraba una figura vestida con una sotana negra que oficiaba la misa. Al acercarse, descubrió con espanto que se trataba de un ser cadavérico.
Aterrorizado, el joven comerciante se dio la vuelta y huyó despavorido de aquel lugar, sintiendo como si una fuerza invisible lo empujara hacia la salida. Al salir a la calle, corrió hacia sus burros y emprendió el camino de regreso.
Al día siguiente, ya con la luz del sol, regresó a la iglesia. Lo que encontró lo dejó aún más perplejo. El edificio, que la noche anterior había estado iluminado y bien conservado, ahora parecía abandonado desde hacía muchos años. Las paredes estaban cubiertas de musgo y hiedra, las ventanas rotas y los bancos cubiertos de polvo.
La noche anterior le había parecido tan real, y a la vez, tan irreal, que dudó de su propia cordura. Desde entonces, mi abuelo asegura que su padre nunca volvió a ser el mismo, marcado por aquella experiencia que lo había enfrentado a lo desconocido.
¡Fin!
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