Hace muchos años, mi madre acostumbraba viajar al rancho de mis abuelos, ubicado en San Simón Amatepec. En ese entonces, un amigo suyo era quien la llevaba en su auto. Yo aún no había nacido, pero mi hermano, que apenas tenía tres años, sí la acompañaba.
En una de esas ocasiones, partieron un poco tarde, y alrededor de las 4 de la madrugada, llegaron a un tramo de la carretera que cruzaba entre barrancas oscuras y solitarias. No había casas ni señales de vida por los alrededores, cuando de pronto, el conductor frenó bruscamente. Esto hizo que mi madre se despertara sobresaltada.
Ella le preguntó la razón de aquella maniobra tan repentina, pero él, con el rostro pálido y visiblemente alterado, solo pudo explicarle, que desde los matorrales al costado del camino, había salido corriendo una niña de aproximadamente seis años. Estaba convencido de que la había atropellado.
Inmediatamente se bajaron del auto y revisaron los alrededores con detalle, pero no encontraron rastro alguno de la niña. La búsqueda fue infructuosa, y mi madre, intentando calmar al conductor, le ofreció un café que llevaba consigo. Finalmente, reanudaron el viaje, aunque el ambiente quedó cargado de inquietud.
Después de esa experiencia, el amigo de mi madre nunca volvió a conducir por esa carretera durante la noche. Hasta el día de hoy, nadie sabe quién era aquella niña, ni cómo logró desaparecer tan rápido en la penumbra.
¡Fin!
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