En un pequeño pueblo, rodeado de grandes bosques, la gente contaba historias sobre los duendes que vivían en lo más profundo del bosque, donde apenas llegaba la luz del sol. Decían que eran traviesos, y que sus risas escalofriantes se escuchaban en la noche.
Una tarde, cuando el sol ya casi se había ocultado, Marta, una joven del pueblo, decidió entrar al bosque, en busca de hierbas medicinales para su abuela enferma. A medida que avanzaba, la poca luz que quedaba se desvanecía, y el silencio a su alrededor se hacía cada vez más extraño.
De repente, escuchó una risa aguda y burlona que parecía venir de todas partes. Sintió muchísimo miedo, pero trató de ignorarlo y siguió caminando. Fue entonces, cuando notó pequeñas sombras moviéndose entre los árboles. No podía verlas con claridad, pero sabía que algo la estaba observando.
Las sombras se acercaron más, y Marta distinguió unos ojos brillantes mirándola fijamente desde la oscuridad. Los duendes comenzaron a rodearla, riéndose cada vez más fuerte. Quiso correr, pero sus pies no le respondían. Era como si el suelo la estuviera sujetando.
Uno de los duendes, el más grande, se acercó hasta quedar a su lado y le susurró al oído:
—Te hemos estado esperando. Ahora eres nuestra.
Marta gritó con todas sus fuerzas, pero su voz se perdió en la noche. Nadie volvió a verla jamás. Desde entonces, en el pueblo, nadie se atrevía a entrar al bosque cuando caía la noche.
¡Fin!
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