Él era un humilde vendedor de flores, y ella una mujer de una belleza singular. Cada domingo, él le vendía una rosa blanca que ella depositaba en silencio en una tumba del cementerio. Un día, decidió seguirla para conocerla mejor. La encontró sentada frente a una lápida.
—¿Era un familiar tuyo? —le preguntó con timidez.
—No realmente. Soy yo misma —respondió ella, dejándolo desconcertado—. Fallecí poco antes de mi boda a causa de un derrame cerebral... Desperté aquí, junto a mi propia tumba. Espero cada domingo a que mi prometido venga a visitarme, pero aún no ha venido. Me intriga saber cuánto tiempo ha transcurrido.
Él leyó la fecha en la lápida: 14 de febrero de 1954. Aunque le costaba creerlo, se conmovió al verla llorar, sola y desamparada.
—Toma —le dijo, entregándole una rosa—. Es el día de San Valentín. No deberías llorar.
Ella aceptó la rosa, lo miró y sonrió.
—Es la primera rosa que recibo desde que llegué aquí… Muchas gracias. —Acercó la rosa a su pecho, abrazándola como un tesoro.
La tarde llegó a su fin y ella desapareció. En ese momento, él supo que no había mentido; ella ya no pertenecía a este mundo.
Sin embargo, cada domingo seguía llevándole flores y charlaban toda la tarde hasta que ella se iba. Con el tiempo, cada vez se entendían más, cada domingo se enamoraban más.
—Quédate conmigo para siempre —le pidió ella un día—. No quiero estar sola aquí.
Él aceptó sin dudarlo. En ese instante, ella lo besó.
Sintió un frío intenso que le borró la mente y lo dejó sin vida. Cayó rendido, pero ella sostuvo su cuerpo con delicadeza.
—Ahora estaremos juntos —susurró la muerte.
¡Fin!
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