En las penumbras de la noche, cuando el velo entre el sueño y la vigilia se torna tan delgado que apenas se puede distinguir, surgen historias que desdibujan la línea entre lo real y lo imaginario. Esta noche, quiero compartirles un relato que susurra en los confines de nuestra conciencia, en ese momento preciso donde no estamos completamente dormidos, pero tampoco despiertos.
Fue en una de esas noches, cuando la casa se sumía en un silencio casi palpable, y las sombras danzaban libres por las paredes, que lo sentí. Al principio, era apenas un susurro, como el roce de una hoja arrastrada por el viento. Pero poco a poco, ese sonido se hizo más claro, más insistente. Palabras que no lograba entender, susurros que parecían llamarme desde el otro lado de mi habitación.
Intenté moverme, quería encender la luz, pero mi cuerpo no respondía. Estaba atrapado en ese limbo, consciente de mi entorno, pero incapaz de interactuar con él. Fue entonces cuando la vi, una sombra más oscura que la noche misma, al pie de mi cama. No tenía rostro, pero podía sentir su mirada fija en mí, inescrutable, profunda, como si pudiera ver a través de mi alma.
Quise gritar, pero mi voz se perdió en el vacío de ese espacio entre el sueño y la realidad. La sombra se inclinó hacia mí, y los susurros se convirtieron en un murmullo claro, una promesa de regresar, noche tras noche, en ese momento preciso de vulnerabilidad.
Cuando finalmente pude moverme, la habitación estaba bañada en la luz del amanecer, y la sombra había desaparecido. Pero el eco de sus palabras aún resonaba en mi mente, un recordatorio de que, en ese umbral entre el sueño y la vigilia, no estamos solos.
¡Fin!
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