Era una noche de marzo, oscura y silenciosa en el monte. El único destello visible provenía de los faros de los vehículos que pasaban por la carretera. Un joven deambulaba por la orilla del camino, aparentemente sin rumbo y con el siguiente pueblo a unos 18 kilómetros de distancia.
De repente, divisó un camión que se aproximaba por una pendiente pronunciada. Hizo señas para pedir un aventón, y el conductor, un hombre de mediana edad, detuvo el vehículo y lo recogió.
Durante el trayecto, el joven se mostró reservado y apenas habló. Solo pidió ser dejado en el pueblo más cercano, explicando que su coche se había averiado en el camino. El conductor asintió con la cabeza y continuaron su viaje.
Cuando el camión se aproximaba al pueblo, el joven comenzó a comportarse de manera extraña, inquietando al conductor. Insistió en que detuvieran el vehículo para que pudiera bajar, pero el conductor se negó, lo que desató la ira del joven.
De repente, el joven se volvió hacia la ventana del camión y se vio reflejado en ella. Fue entonces cuando soltó un grito de terror al ver su rostro y sus brazos desfigurados y pálidos.
El conductor, tras un largo silencio, explicó que el joven había fallecido tres años atrás en un accidente en esa misma carretera donde lo había recogido, y que su espíritu aún no había encontrado la paz. Resultó que el conductor era un espíritu que recogía a las almas perdidas de aquellos que habían perecido en esa solitaria carretera y que aún no se habían dado cuenta de su destino.
¡Fin!
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