Mi abuelo vivía en un pequeño poblado de Guanajuato, donde su fortuna se basaba en las extensas tierras y el ganado que poseía. Una tarde, mientras llevaba al ganado al río, para que bebiera agua y se refrescara, notó que faltaba una cría.
Buscó alrededor, pero no encontró rastro alguno. Al mirar hacia arriba del sendero, vio a un hombre con un sombrero y un gabán largo de lana, recargado en un árbol. El sombrero dificultaba ver su rostro.
—Amigo, ¿cómo se metió aquí? Esto es propiedad privada. Márchese o lo echaré a balazos —advirtió mi abuelo.
El hombre no respondió, simplemente lo miró fijamente. De su mirada, mi abuelo alcanzó a ver unos destellos.
Repitió su advertencia, poniendo la mano en su pistola. Pero el hombre continuó sin decir palabra alguna.
Luego, algo extraño ocurrió. El hombre comenzó a flotar y se dirigió velozmente hacia mi abuelo. Un escalofrío recorrió su cuerpo mientras se acercaba, junto con un olor nauseabundo a carne podrida que se impregnó en el aire. Instintivamente, mi abuelo se aferró a la medalla bendita que siempre llevaba consigo. Al hacerlo, el hombre gritó algo que no pudo entender y desapareció.
Aterrado, mi abuelo corrió de regreso a la hacienda, olvidando el ganado y la cría. Al día siguiente, con la ayuda de algunos trabajadores, encontraron el cuerpo mutilado de la cría en el mismo lugar.
Se dice que el hombre que vio era un nahual, una criatura que baja a las haciendas o al pueblo durante las noches para alimentarse de los inocentes.
¡Fin!
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