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El Cofre de mi Hijo

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Cada mañana, me levanto con el corazón destruído, la mente nublada por el dolor y la culpa. Camino hacia el cofre, mi mano tiembla al abrirlo. Dentro, reposan los restos de mi hijo, un macabro recordatorio de mi terrible error.

Acaricio su pequeño cráneo, frío como la piedra, y le susurro un -buenos días- que se pierde en el silencio de la habitación. Sé que no puede escucharme, pero la necesidad de hablarle, de decirle cuánto lo extraño, es más fuerte que la razón.

Mi hijo era mi único consuelo en este mundo cruel. Cuando la muerte me lo arrebató, sentí que mi mundo se derrumbaba. La desesperación nubló mi razonamiento, me empujó a buscar soluciones imposibles. Recordé las historias que mi madre me contaba de niña, relatos de rituales prohibidos y leyendas que desafiaban la muerte.

Con el corazón lleno de dolor y la mente nublada por la locura, me adentré en la oscuridad. Atravesé campos desolados, donde las sombras susurraban promesas y las almas errantes vagaban sin rumbo. Encontré a mi hijo allí, un espectro pálido y tembloroso, su esencia apenas aferrada a este mundo.

Me convertí en su guía, en su faro en la oscuridad. Lo conduje de regreso al mundo de los vivos, susurrándole palabras de aliento y protegiéndolo de las criaturas que acechaban en las sombras. No le permití mirar atrás, por miedo a lo que pudiera ver.

Cuando vi a mi hijo abrir los ojos, una chispa de alegría se encendió en mi corazón. Corría, jugaba y reía como si la muerte no lo hubiera tocado. Por un momento, creí que lo había logrado, que lo había traído de vuelta.

Pero la ilusión se desvaneció rápidamente. Una podredumbre vil comenzó a corroer su cuerpo, extendiéndose como una plaga implacable. El horror me invadió al comprender la magnitud de mi error. No le había devuelto la vida a mi hijo, solo había logrado atrapar su espíritu en un cuerpo que se desintegraba.

Lloré con él mientras su cuerpo se hinchaba y se pudría, presenciando con agonía cómo la carne se desprendía de sus huesos. Sus gritos de terror resonaban en mis oídos, atormentándome sin descanso. Su voz se apagó para siempre cuando la putrefacción se apoderó de su garganta.

Intenté desesperadamente devolver su espíritu al Inframundo, pero el camino se había cerrado para mí. El precio de mi osadía era mantener aquello que le había robado a la muerte.

Cuando sus ligamentos finalmente cedieron y su cuerpo se convirtió en un montón de huesos frágiles, los recogí con manos temblorosas y los deposité en el antiguo cofre. Era lo único que podía hacer por él, darle un sepulcro digno.

A veces, los huesos de mi hijo permanecen inmóviles dentro del cofre durante horas, incluso días, alimentando la falsa esperanza de que ha encontrado la paz en el más allá. Pero tarde o temprano, la osamenta vuelve a vibrar con una energía macabra, recordándome que su espíritu aún está atrapado.

En algún momento, cegada por el dolor y la desesperación, anhelé con todas mis fuerzas tener a mi hijo de vuelta a mi lado. Pero ahora sé que mi ambición me llevó por un camino maldito, condenándome a una eternidad de dolor y a mi hijo a una agonía sin fin. El precio de desafiar a la muerte es demasiado alto, y yo lo he pagado con creces.

¡Fin!

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