En una noche de invierno gélida, me encontraba en el orfanato que había sido mi hogar desde la infancia. Las gruesas paredes de piedra del antiguo edificio parecían custodiar secretos insondables, susurros que solo la noche lograba desvelar. Me llamaban Eva, y aunque nunca supe de mi familia, las religiosas que dirigían el orfanato se convirtieron en una suerte de figuras maternas para todos nosotros, aunque su cariño era a menudo velado por una autoridad estricta y a veces, intimidante.
Una regla inflexible en el orfanato era que, después de las 9 de la noche, quedaba terminantemente prohibido hacer cualquier ruido. Las luces se apagaban y solo el resplandor de la luna se filtraba por las rendijas de las ventanas, llenando los pasillos de una luz pálida y fantasmal. Aquella noche, me desperté sobresaltada, sintiendo una apremiante necesidad de ir al baño, una necesidad que no podía ignorar.
El problema era que el baño más cercano se encontraba en el otro edificio, al que solo se podía acceder cruzando el pequeño patio interior, ahora envuelto en una oscuridad casi absoluta. Reuniendo valor, salí de mi habitación envuelta en mi delgado abrigo, sintiendo las heladas piedras del suelo mordiendo mis pies descalzos mientras avanzaba temblorosa.
Al cruzar el patio, una extraña sensación de ser observada se apoderó de mí. El viento traía consigo susurros ininteligibles que me urgían a apurar el paso. Fue entonces cuando, al alzar la vista hacia las ventanas del edificio al que me dirigía, vi sombras moviéndose frenéticamente. Me quedé paralizada, debatiéndome entre la curiosidad y el miedo.
Con el corazón latiendo desbocado, me acerqué sigilosamente a una de las ventanas y lo que presencié a continuación cambiaría mi vida para siempre. Un grupo de figuras encapuchadas, entre las cuales reconocí a algunas de las religiosas, se congregaba alrededor de un fuego que ardía con una intensidad antinatural. En el centro, un símbolo desconocido para mí, trazado con lo que parecía ser sangre, brillaba ominosamente. Voces en una lengua extraña se hacían más fuertes, mientras las sombras danzaban al ritmo de una melodía siniestra.
De repente, una de las figuras se volvió hacia mí, sus ojos resplandecían con una luz rojiza. El terror me paralizó y supe que no debía estar allí. Salí corriendo como nunca antes lo había hecho, atravesé el patio y regresé a mi cama, donde me tapé hasta la cabeza, temblando y sin atreverme a cerrar los ojos.
A la mañana siguiente, todo parecía normal. Las religiosas se movían con su habitual serenidad y silencio, pero yo sabía lo que había visto. Nunca volví a mirarlas de la misma manera, y el miedo a la noche y a lo que ocultaba se convirtió en mi constante compañero.
Los años siguieron su curso y finalmente abandoné el orfanato, pero los recuerdos de aquella noche siguen grabados en mi memoria. De vez en cuando, en la quietud de la noche, tengo la sensación de escuchar susurros en el viento, como si algo intentara llamar mi atención. Sin embargo, sé que hay puertas que, una vez abiertas, desatan horrores que es mejor dejar en paz.
¡Fin!
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