En mi infancia, vivía cerca de la granja de mi abuelo, quien se dedicaba al cuidado del ganado. Cada mañana, sacábamos a los animales a pastar, y en ocasiones lo hacía solo. Para ello, debíamos atravesar una acequia que era ancha y profunda, especialmente peligrosa cuando la corriente de agua se intensificaba.
Un día, mientras los animales cruzaban, yo permanecí en la orilla opuesta, llamando a mi abuelo, que se encontraba a unos 500 metros, pero no lograba escucharme. En mi desesperación, grité repetidamente hasta que, de pronto, noté la presencia de un niño a mi lado. Era curioso, ya que todo en él era blanco: su ropa, piel, cabello y ojos destellaban un blanco puro. Sin temor alguno, me preguntó si quería cruzar.
Asentí con la cabeza, y me indicó que cerrara los ojos. Lo hice, y cuando me avisó que podía abrirlos, me encontré al otro lado de la acequia. Al mirar a mi alrededor, me di cuenta de que el niño ya no estaba.
Corrí emocionado a contarle a mi abuelo lo que había experimentado, pero no me creyó. Decidió acompañarme a investigar, y al llegar se sorprendió al ver que la acequia estaba llena de agua y con una corriente que podía ser peligrosa. Posteriormente, trajeron a varias personas con equipos para explorar el lugar, buscando algo paranormal; pero no encontraron ninguna evidencia.
Aunque nunca obtuve una respuesta clara. Aquella figura infantil que me ayudó a cruzar el riachuelo, se ha quedado grabado en mi memoria.
¡Fin!
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