Cuando ingresé a la universidad para estudiar Radiología e Imaginología, el doctor que impartía la materia de anatomía nos sugirió adquirir un esqueleto para un estudio más profundo. Dos compañeras y yo seguimos su consejo y realizamos todos los trámites necesarios para obtenerlo. Según nos informaron, el esqueleto había sido exhumado de una fosa común, un lugar destinado a los olvidados por sus familias. Dado que mi casa contaba con un pequeño patio, decidimos dejarlo allí para evitar traerlo dentro.
Tratamos al esqueleto con respeto, esterilizándolo y ofreciendo velas en su honor. Sin embargo, con el tiempo, comenzaron a ocurrir cosas extrañas en la casa. Durante las noches, cuando mis hijos estudiaban hasta altas horas, se escuchaban puertas de gabinetes abrirse y cerrarse con violencia en la cocina. Objetos pasaban velozmente por el suelo, haciendo que mis hijos corrieran aterrorizados a sus habitaciones, mientras el silencio se apoderaba nuevamente del hogar.
Las puertas crujían y se balanceaban con el viento, pero no había viento. Mis hijas sentían una presencia acechante, como si un par de ojos inquisitivos las observaran desde la oscuridad. A veces, las cobijas eran arrebatadas por una fuerza invisible. Y a los varones, les ocurría que su radio se apagaba repentinamente, mientras las cobijas se elevaban misteriosamente y caían como en cámara lenta.
A pesar de estas manifestaciones sobrenaturales, nunca percibimos malicia ni peligro, y con el tiempo nos acostumbramos a la presencia inquietante en nuestro hogar.
Sin embargo, una noche, mis hijas asistieron al cumpleaños de una amiga y conocieron a un joven, amigo de la familia. Este joven, insistente, les preguntó si en nuestra casa sucedían fenómenos paranormales. Mis hijas, guardando el secreto familiar, negaron con firmeza. Pero el joven, afirmó ser un médium y afirmó la presencia de un ente en nuestra casa. A pesar de la reticencia inicial, mis hijas terminaron compartiendo nuestra dirección con él.
En un fin de semana, el joven se presentó en nuestra casa. Al entrar, una ráfaga de frío pareció invadir la estancia, y una sombra se dibujó en las paredes. Mis hijas, asustadas, se acercaron a mí con cautela para informarme sobre el encuentro. Intrigado, permití al joven recorrer la casa, y al final, nos reunió en la habitación de mis hijos varones.
Nos pidió que nos tomáramos de las manos y afirmó que en esa habitación residía el espíritu. Aunque inicialmente reticente, accedí a hacerle preguntas. Sin embargo, de manera abrupta, el joven rechazó responder a mi hija menor, acusándola de ser grosera y peleona. Se limitó a responder solo mis cuestionamientos.
Con el tiempo, la casa quedaba vacía durante el día, y un vecino comenzó a notar la presencia de un hombre en el frente. En una ocasión, un individuo intentó ingresar a la casa, pero la puerta se abrió misteriosamente y un anciano de cabello y barba blanca salió al encuentro del intruso, quien huyó apresuradamente y nunca regresó. Cuando mis hijos regresaron, el vecino les relató lo sucedido, preguntando si el anciano era su abuelo. Confundidos, mis hijos le aseguraron que la casa estaba vacía, pero el vecino insistió en lo que había visto.
Nosotros creemos que el alma atormentada que custodiaba la casa pertenecía al individuo cuyo esqueleto ocupaba nuestro hogar.
Después de muchos años, decidí mudarme de ciudad y vendí la casa. El día de la mudanza, mientras limpiábamos el solar, una esfera luminosa emergió a plena luz del día y recorrió toda la casa. En ese momento, ya había nacido mi nieto, a quien este ente parecía seguir jugando y molestándolo. La esfera luminosa rodeó al niño como despidiéndose y luego se desvaneció por la ventana del recibidor.
La casa, una vez vendida, fue convertida en un almacén. Pero aún así, los sucesos extraños continuaron. Un día, mi hijo menor decidió visitar la casa en la que creció para ver cómo estaba. Mientras hablaba con las dependientas, quienes ahora trabajaban en el almacén, le preguntaron si en la casa ocurrían fenómenos inexplicables. Le contaron que todas las mañanas amanecía la ropa tirada en el suelo, como si algo o alguien aún habitará los oscuros rincones de la antigua morada.
¡Fin!
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