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El amor eterno de los destinados

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La anciana se aproximó al joven que posiblemente tendría veinte años, que permanecía sentado en silencio frente a una lápida erosionada por el tiempo. Se rumoreaba que había pasado días enteros allí, inmóvil, como si el tiempo se hubiera detenido para él. Era hora de romper el silencio, así que se aproximó a el con la ayuda de su bastón de madera, con paso lento y deliberado.

¿Qué te trae aquí, joven? preguntó la anciana con suavidad.

El joven alzó la vista, como si esperase a alguien, pero al ver a la anciana, volvió a fijar la mirada en la lápida.

Hablo con mi prometida, respondió con voz suave.

¿Y cómo sabes que está aquí, si la lápida no tiene nombre? inquirió la anciana con curiosidad.

Porque pregunté por la lápida de los destinados y me dijeron que era esta, explicó el joven.

Me suena el nombre de los destinados. ¿Me cuentas tu historia? pidió la anciana con interés.

El joven tragó saliva, pero parecía dispuesto a compartir su dolor.

No hay mucho que contar. Fuimos novios durante un tiempo y, a los dieciséis años, yo entré a trabajar en una herrería y ella ayudaba en casas. Íbamos a casarnos y, con algunos ahorros, construiríamos nuestro hogar. Éramos la pareja perfecta, por eso nos llamaban los destinados. Pero la peste llegó y se llevó a medio pueblo. Me cogió en la herrería y a ella en una de las casas donde servía. Estuve varios días en la herrería mientras me cuidaban, ya que no tenía otro sitio adonde ir. Cuando recobré el sentido, me enteré de que ella había muerto y vine aquí.

Permanecieron en silencio un rato. Luego, la anciana notó:

Tienes un brazalete interesante.

El joven observó su muñeca y sonrió con orgullo.

Lo hice yo mismo cuando aprendí a trabajar en la herrería. Un brazalete para ella y otro para mí. Era un símbolo de nuestro amor.

Entiendo, dijo la anciana con empatía. Creo que deberías seguir con tu vida, sin olvidarte de ella, pero deberías seguir adelante. Es lo que ella querría. ¿No querrías tú lo mismo para ella si fueses tú el muerto?

Sí, claro que querría que fuese feliz, admitió el joven.

Si lo entiendes, ya puedes partir, dijo la anciana con suavidad.

El joven se levantó y empezó a irse. Mientras se alejaba, vio a una pequeña al lado de la anciana.

¡Abuela! ¡Vuelve a casa, es tarde! escuchó detrás.

Mientras el joven se alejaba, vio que a la anciana se le caían algunas lagrimas por su mejilla, al mismo tiempo que acariciaba la cabeza de su nieta. Se fijó en la muñeca de la mano con la que acariciaba a la niña y allí vio el otro brazalete que había forjado.

¡Fin!

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